jueves, 1 de febrero de 2018

DOS MIL TREINTA Y TRES








Ayer volví al picadero.
Me gusta estar con los caballos, son listos y juguetones y empiezo a entender su lenguaje.
No me extraña que existan terapias con caballos para curar la depresiones.
Los ratos que paso con ellos me ponen de buen humor.
Les saco fotos y hago videos, me gusta la estética del conjunto.

No obstante, el propósito de mi paseo era sacar fotos de mimosas, pero no hay demasiadas a pesar de que ya estamos en la época en la que muchos árboles deberían estar llenos de esas encantadoras flores amarillas.

Ante los caballos, las mimosas pierden el interés.

Cuando era joven montaba a caballo algunas veces, en Bilbao o en Madrid pero nunca me aficioné, me gustaba más andar en moto.

En cambio, ahora que no me atrevería a montar ni en un poni, me encanta jugar con ellos.

La última vez que vi un establo fue en la residencia de Prem Rawat, en Merahuli, al sur de Delhi y me impresionó lo impecable que estaba.
Nunca había visto en toda mi vida una caballerizas tan cuidadas.
La pulcritud elevada al cubo. 

Me pasó algo parecido cuando vi los garajes de sus coches en Malibu, parecía imposible, el suelo brillaba y como decía Julio Castro:

Se podrían comer los espaguetis directamente del suelo.

Tiene razón, pensé cuando le oí.
Yo también y eso que soy más bien escrupulosa.

Los establos de Laukiniz no están especialmente bien cuidados.
Se ve que están mantenidos, pero podrían estar mucho mejor.
Tengo el listón demasiado alto.

He visto caballos con mejores cortes de pelo y la piel más brillante.
Aún así, ya he comenzado a quererles y ellos a conocerme.

Ahora llueve.









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