jueves, 7 de diciembre de 2017

MIL OCHENTA








Me confunde la idea de que un día sea fiesta y al siguiente no y luego, vuelta a empezar.
Para personas de mentes adecuadas a la rutina, no resulta fácil acomodarse al cambio constante.

Ayer vi un rato de un programa en la televisión, en el que hablaban de personas superdotadas.
En el estado español es un tema que casi no se tiene en cuenta y al tratarles como a los demás, se aburren y suelen ser niños problemáticos.
No obstante, en América están preparados para ofrecerles lo que necesitan.
Mostraron un niño de diez años, que ya había sido capaz de hacer una operación quirúrgica, separando dos dedos de una mano, que estaban pegados.
Les permiten estudiar la carrera en Harvard, empezando en el momento en que son capaces de pasar las pruebas sin haberlas preparado, sin tener en cuenta la edad.
Hay niños de diez años que ya están estudiando astrofísica, física cuántica y carreras de todo tipo para las que tienen una capacidad innata.

El mundo de los niños superdotados es difícil porque se sienten solos y separados de los demás, por lo que a menudo intentan suicidarse y tienen depresiones, aunque en general son niños contentos, con ganas de aprender y curiosos ante todo lo que la vida les ofrece.

Al ver el documental, me entró cierta tristeza al ser consciente una vez más, de la poca importancia que se da en Europa, a los niños que tienen altas capacidades.

Recuerdo que cuando yo era profesora de dibujo y pintura en una academia de Las Arenas, tuve dos alumnos con un potencial que me llamaba poderosamente la atención.

Uno de ellos era muy joven y nervioso, me lo traían para que se relajase, porque solo dibujando era capaz de concentrarse.
Dibujaba comics muy buenos, pero su madre quería que dibujara estatua, como otros que venían a clase sin saber lo que querían.
Me costaba mucho convencer a la madre de que su hijo tenía talento y de que lo que hacía era bueno.

Lo que más me costaba de aquellas clases a las que acudían indistintamente niños y mayores, era tratar con los padres de los niños que querían salirse de las coordenadas, porque tenían ideas propias.
Con los alumnos mayores nunca tuve problemas.
Procuraba sacar de ellos lo mejor de sí mismos y lo solía conseguir.
Me complace tanto hacer eso que en proyecto Hombre también intentaba hacerlo y solo con un chico me falló.
Era tan vago que escondía su potencial para no tener que trabajar.

Volviendo a la academia de Las Arenas, el caso que más me entristeció, fue el de un chico cuyo nombre prefiero cambiarlo.
Solo respeto la última silaba.
Le llamaré Agustín.
Tenía un estilo sorprendente y todo lo que hacía se salía de lo habitual.
Me quedaba embelesada ante la creatividad y el talento de un chaval de doce o trece años que nunca había asistido a clases particulares de dibujo y sin embargo sus cómics eran buenos, precoces y procaces.

Estos chicos jóvenes con talento estaban centrados en los cómics, no les interesaba aprender a pintar y dibujar al modo convencional.
Yo no solo les permitía hacerlo sino que les animaba y constataba su evolución con verdadero entusiasmo.

El padre de Agustín venía a verme de vez en cuando, siempre preocupado porque su hijo era distinto a los demás.
Me pedía que indujera a su hijo a pintar los bodegones que estaban en clase y yo, trataba de convencerle de la importancia de que cada uno hiciera aquello por lo que sintiera predilección.

Notaba que Agustín, que era muy sensible y discreto, me miraba casi llorando cuando me veía tratar de convencer a su padre, pero por más que lo intenté, no lo conseguí.

Años más tarde me encontré con Agustín ya mayor, había estudiado una carrera normal, tenía un trabajo normal y una expresión de infelicidad que podía dar pena.

Al ver la expresión de su cara tuve la sensación de que ambos sospechábamos que yo había esperado algo diferente de él.
Posiblemente también él lo pensaba.

Creo recordar que también había dejado de tocar el violín.









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