domingo, 12 de noviembre de 2017

MIL CINCUENTA Y SIETE








Lo que empezó con la intención de ser un diario, aunque sin demasiadas pretensiones de que lo fuera, se está convirtiendo en una autobiografía, ya que a medida que escribo, vienen a mi cabeza recuerdos importantes de mi vida.
Algunos crearon heridas de las que ya solo quedan cicatrices y el aprendizaje que extraje de la experiencia.
Hay otros, más profundos, de los que casi ni me acordaba, que van saliendo a flote a pesar de tenerlos bien tapados, porque sin haber sido nada del otro mundo desde un punto de vista aparente, a mi me dolían.

Isabel Maier, mi prima, me dice que debiera escribir un libro dedicado únicamente a la relación con mi madre.
Podría hacerlo sin demasiado esfuerzo, porque rara era la vez que no saltaba alguna chispa cada vez que nos veíamos.
Ese vínculo tan tenso, ver su cara seria mirándome con preocupación, me dolía. 

Pese a que esa actitud era la norma, llegó un momento en el que llegamos a tener un idilio maravilloso, que guardo en mi corazón como un gran tesoro.

Aconteció, que mientras mi madre atravesaba el semáforo de la calle Lertegui de las Arenas para ir a misa a las Reparadoras, al conductor de un coche le cegó el sol y no la vio, la atropelló y se rompió la pierna.

Romperse una pierna siempre es tremendo, lo sé por experiencia, pero me temo que cuando se tienen ochenta y tantos años, debe ser algo espantoso.
Por lo menos no tuvieron que ingresarla, le pusieron un yeso y la llevaron a su casa.
Allí permaneció mucho tiempo en la cama sin quejarse, agradeciendo las visitas de la familia.

Dado que yo ya tenía experiencia en rehabilitación y sabiendo lo mal que sienta la quietud, me ofrecí a ayudarle en los ejercicios.
Accedió encantada y cada mañanita me presentaba en su casa con la intención de trabajar.
Ella tenía una fuerza de voluntad inquebrantable y aunque al principio tenía pánico a que le moviera la pierna, poco a poco, dejando que yo hiciera todo lo que sabía que le convenía, llegó un momento en el que ella sola levantaba la pierna sin mi ayuda.
Cada día un poquito más, hasta que adquirió fuerza.

Estaba encantadora conmigo y a mi me hacía feliz poder ayudarla.
Cuando tuvo que ir a la consulta, el traumatólogo no podía dar crédito al ver con qué impulso levantaba la pierna ella solita, con yeso y todo.
La felicitó y al llegar a casa me lo contó entusiasmada.

Además de eso, también me pidió que me encargara de coger el teléfono y que dijera a sus amigas que estaba muy cansada y no tenía ganas de hablar.
Así lo hice.
A veces insistían, pero yo no tengo problemas para decir que no, trataba de hacerlo amablemente y era inflexible.
Mi hermano Gabriel me dijo que parecía un sargento.
No me importaba, me sentía la guardiana del bienestar de mi madre.

Es más, me molestaba que los sobrinos estuvieran en su cuarto hablando de sus cosas, sin prestar atención a mi madre y sin darse cuenta de que sus gritos podían cansar a la paciente.

Guardo una maravilloso recuerdo de aquellos días en los que me sentí útil respecto a mi madre, a quien hasta entonces, en mayor o menos medida, solo le había dado disgustos.











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