martes, 14 de noviembre de 2017

MIL CINCUENTA Y NUEVE









Me gusta entrar en el bosque en estos días otoñales.
El sonido de mis pisadas sobre las hojas secas me llena de melancolía.
Cada día que pasa me encuentro más cerca de la naturaleza.
Todos estamos comunicados y yo me siento amparada entre los árboles.
Recuerdo, hace años, antes de romperme la pierna, cuando iba a Australia para estar con Prem Rawat, me hospedaba en casa de unos amigos que vivían en lo alto de Ipswich, la ciudad más cercana a Amaroo, nombre de la tierra donde se organizan los eventos con mi maestro.

Solía ir antes de que empezaran las conferencias, porque el viaje es tan largo que el jet lag dura mucho tiempo.
Aprovechaba esos días para ir Brisbane, la gran ciudad en donde hay un museo estupendo, el Goma, que no solo ofrece exposiciones temporales, sino películas que sería muy difícil verlas en Bilbao.
Solía bajar andando para coger el tren en Ipswich.
La bajada, larga y sinuosa, está plagada de árboles que salen de la acera, cuya mitad es de hierba.
Sentía que los árboles me cuidaban, me hablaban, me hacían compañía, me protegían.
Resultaba delicioso.

No es la primera vez que he sentido una comunicación especial con los árboles.

Recuerdo un domingo, hace muchos años, tantos que casi no puedo ni contarlos, pero sé que estaba casada y había pasado una noche espantosa discutiendo con Carlos, me exmarido.
Estaba nerviosa y me levanté de la cama, me vestí y empecé a conducir sin rumbo fijo, solo quería tranquilizarme.
Estaba amaneciendo y tomé la dirección de Uribe Kosta.
Al llegar a Laukiniz entré y me metí en el bosque.
Me bajé del coche con la intención de dar un paseo y tuve una experiencia extraordinaria:

Los árboles y las plantas hacían música para darme la bienvenida.
Me costaba dar crédito a lo que estaba pasando allí.
Pensé que sería el sonido de las ramas cuando eran acariciadas por la brisa y no me equivocaba, pero había algo más, lo que yo sentía era una comunicación más profunda.
Yo formaba parte de un todo y ellos sabían que yo necesitaba ayuda y me la estaban ofreciendo.
Aquella música era tan bonita que dejé de hacer conjeturas, me tumbé en el césped y me deleité escuchando el sonido divino.
Las telarañas de mi cabeza se desvanecieron y poco a poco fui entrando en un estado de bienestar desconocido.
Me di cuenta de que llevarse un mal rato es ridículo.
Además ¿quien era yo para decirle a mi marido lo que tiene que hacer?
No era de mi incumbencia.
Tengo demasiados asuntos personales en los que ocuparme.

Volví a casa contenta y satisfecha con una sensación de humildad que pocas veces he sentido.

Fue tan intensa y maravillosa aquella experiencia, que alguna vez he vuelto a ese bosque con la esperanza de volver a escuchar aquella música, pero no ha vuelto a suceder.







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