miércoles, 22 de noviembre de 2017

MIL SESENTA Y SIETE









La mayoría de las personas con las que me relaciono no son lo que en el lenguaje mundano llamarían triunfadores, son personas que hacen lo que quieren y es evidente que no cumplen las reglas del juego que exigen los que llevan las riendas del país.

El sábado, cuando estuve en Getxoarte para visitar a Martín del Busto, mientras me encontraba en su stand, pasó mucha gente y entre ellos, Roberto Sáez de Gorbea, propietario de la galería Windsor que fue una de las que hizo un gran trabajo para dar a conocer los artistas vascos.
Yo misma expuse en una colectiva de la que guardo un buen recuerdo.
Pues bien, dijo algo que no solo lo he pensado, sino que lo he sufrido y ha sido una de las causas por las que he abandonado el mundo del arte como profesional.
Hablábamos del entusiasmo que tiene la gente joven por estudiar BBAA, entre los que me incluyo cuando pienso en la pasión que yo sentía cada día, cuando me levantaba a las siete de la mañana para acudir a la escuela.

Roberto comentó con mucha sapiencia:

Lo que no saben bien, es lo que les espera cuando terminen la carrera.
Pintar es muy bonito.
Estás en tu estudio, haces tus bocetos, pintas, miras el cuadro, y cuando tienes preparados unas cuantas piezas, vienen los pasos a seguir, aquellos de los que nunca te han hablado en la la clase.

Y dirigiéndose a mi:

Tu lo sabes mejor que nadie, Blanca, todo lo que viene después es algo que te pilló de sorpresa.

Asentí.

Nunca he sabido dar los siguientes pasos y cuando lo he hecho, no me ha gustado nada.
Ofrecerme a la galería, colgar los cuadros, estar el día de la inauguración saludando a gente que ni siquiera conozco.

Vender poco o nada.
Recoger los cuadros y volver con ellos a casa con la cabeza baja.

Mi madre me solía preguntar:

¿Has vendido?

Unos pocos, dos, tres.

A veces caía la breva y vendía casi todos, sobre todo si eran caseríos, o los barcos de Arriluce, o las carpas de Ondarreta.

Pero en cuanto me metía en asuntos cuyo significado no se veía a la primera, no interesaban nada.

Incluso mi modo tan conceptual de pintar los caseríos, podía ser motivo de crítica.

De hecho, en una ocasión vi en una tienda de decoración que necesitaban caseríos.
Me acerqué con el más bonito que guardaba en mi estudio y el señor que me recibió, cuando lo vio, ni siquiera lo miró, puso el grito en el cielo y en tono de riña, me dijo:

Eso no es un cuadro decorativo de un caserío, eso es para ponerlo en el escaparate de una inmobiliaria con el cartel de SE VENDE.

Volví a mi casa con mi caserío bajo el brazo, sabiendo que ese señor no había entendido lo que le enseñé, prueba de ello es que en cuanto expuse esa serie de caseríos, se vendieron como cosquillas en Madrid.
Tal vez sea cierto ese dicho de que “nadie es profeta en su tierra”.
















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