miércoles, 11 de octubre de 2017

MIL VEINTICINCO







Cuando empiezan a repetirse los temas, por interesantes que me hayan parecido al principio, llega un momento en que me saturan y aunque reconozco que sea indispensable insistir y tener paciencia y sé que todo lleva su tiempo, tengo la sensación de que ya no me entran en la cabeza, como al hacer la maleta y no existe la posibilidad de meter todo lo que necesitaba.
En ese caso, o bien me compraba una maleta más grande y dejaba la pequeña en el hotel, o hacía un paquete que mandaba a casa por correo.

Hoy en día he aprendido a viajar con lo mínimo.
Tengo una maletita que cabe en la cabina del avión y me arreglo con cuatro cosas.
Ya no soy tan presumida.
Me he vuelto práctica, no quiero problemas.
Tener pocas cosas evita trabajo y preocupaciones.

Si por casualidad me entra el miedo de no tener dinero, echo un vistazo al libro de Thoreau y en un santiamén se me quita el miedo y me doy cuenta, de que toda mi vida he sido capaz de adaptarme a las circunstancias, por lo que sigo tan contenta, sin acordarme de que existe el miedo, que es a lo que de verdad tengo miedo.

Siendo joven recuerdo que tenía miedo a aburrirme, a no tener planes, a que mi marido no me hiciera caso, a no saber qué hacer, a no poder salir de casa por tener que estar con los niños, en realidad tenía miedo a la vida.
No sabía nada.
Nadie me había enseñado nada porque tampoco ellos, los que me rodeaban, lo sabían, así que tuve que buscarme la vida por mi cuenta y cometí muchos errores.
Por lo menos, aprendí.
Nunca cejé en mi empeño.
Algo en mí sabía que existía una manera correcta y maravillosa de vivir, en la que lo sublime formara parte de cada momento.
Tenía que ser así, no podía ser de otro modo, puesto que existían las artes, que eran la expresión de la belleza en todo su esplendor.

Ahora que soy mayorcita, he aprendido a encontrar dentro de mi todo lo necesario para tranquilizarme, he descubierto que la paz está en mi interior.









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