sábado, 21 de octubre de 2017

MIL TREINTA Y CINCO








Estoy plenamente convencida de que la vida es un traje a medida y de que todo lo que me pasa, es para aprender una lección valiosa.
Una de las experiencias más importantes, que me preparó para lo que me esperaba, la tuve en la cárcel de Basauri, donde estuve tres días y medio después de haber pasado dos o tres, en la comisaría de San Mamés.
El motivo era que le había dado 2.000 pesetas (12 Euros) a un colega que iba a San Sebastián a comprar marihuana.
Había escrito una lista con los nombres de todos los encargos y la correspondiente cantidad con la mala suerte de que la policía la encontró en su coche.

En aquella época yo era muy joven, creo que todavía no había cumplido treinta años y estaba bastante harta de la vida matrimonial y de ocuparme de la casa.
Solo los hijos me daban alegría.
Cuando descubrí el hachis y la marihuana, se me abrió un panorama encantador que me deslumbró.


Aquellos días pasados en Basauri fueron muy importantes para mi, que seguía viviendo sin enterarme de nada, incapaz de tomar las riendas de mi vida.
Lo pasé mal, hacía frío, no me dejaban ducharme, tenía un nudo en el estómago que me impedía comer, y me dedicaba a sentir y a pensar.
Así es como tuve la revelación.

Hasta entonces nunca había tenido consciencia de mí misma.
Me consideraba parte de un todo que consistía en mi marido y mis hijos.
Y casi sin darme cuenta, de pronto comprendí que yo tenía vida, que mientras los demás estaban en casa calientes y cuidados, me vino a la cabeza la famosa frase:

¡Sálvese quien pueda!

Mi vida era mía, solo a mí me pertenecía y tenía mis problemas y alegrías prescindiendo del núcleo familiar.

Sentí una libertad como nunca antes la había experimentado y creo que a partir de ese momento, se arreglaron las cosas.
Se me aclaró la cabeza y cuando el juez volvió a preguntarme si Cala fumaba, me vino la respuesta adecuada:

Lo probó una vez pero no le gustó.

No se quedó contento, pero me dejó irme a mi casa y me tuvo en Peligrosidad Social durante seis meses, yendo a firmar al juzgado cada quince días.

Luego se murió mi hijo, me quedé embarazada, me separé y tuve la tranquilidad requerida para tener un embarazo que conduje a término el trece de abril, exactamente nueve meses después de que Carlos se ahogara.


La venida del nuevo niño fue un acontecimiento gloriosos, que atrajo a sus hermanos a casa para poder hacer de él un niño feliz, ya que eran sus padrinos y le adoraban.







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