domingo, 15 de octubre de 2017

MIL VEINTINUEVE








Bilbao se ha vuelto tan bonito, tan turístico y tan famoso, que los fines de semana es mejor no salir de casa.
Si algo detesto en este mundo son las multitudes y ayer no se me ocurrió pensar que iba a encontrarme con una especie de jeroglífico, del que no sabia por donde salir.
Simplemente no tuve en cuenta que hay otras personas, a las que también les apetece salir a la calle cuando hace un día espléndido.
Pues bien, todo lo que se me iba ocurriendo resultaba equivocado.
Primero pensé en ir al puerto viejo para ver a buzos voluntarios, que estaban quitando la porquería del Cantábrico, pero la carretera estaba cortada, por lo que di la vuelta y me fui a Bilbao con la intención de ver la exposición de Kóplovich, que está en el museo del parque.
Llegué y el parking estaba completo, sin esperanza de que alguien se marchara, porque a las ocho y media empezaba el espectáculo de las luces en el Guggenheim y ya estaba la gente esperando.
Imposible aparcar el coche.
Sin que me importara demasiado, pensé en aprovechar la luz que quedaba, para hacer fotos en Zorrozaurre, lugar que deseo inmortalizar antes de que lo destrocen para hacer una especie de Manhattan bilbaíno, que dejó diseñado Zaha Hadid antes de morirse y que tienen intención de comenzarlo dentro de cinco años.
Habían cerrado el puente por el que se entra.
Después del jaleo que se organizó el primer día en los alrededores del Guggenheim con la gente atropellándose, habían hecho unos arreglos para que todo funcionara con suavidad.

Volví hacia las playas, pensando en hacer fotos en la segunda playa de Sopelana, que es preciosa y hay una pequeña que se llama El Sitio, a la que nunca he visto con la luz del atardecer.
Había bastante caravana, pero conseguí llegar y me encontré que todo estaba tapado por la kalima, por lo que me di la vuelta como pude y me fui a Las Arenas que estaba tranquilo, para tomarme un helado en Averasturi y volver a casa con la sensación de que por lo menos, algo me había salido bien.

Hoy es domingo.
Hace un tiempo agradable pero no tengo ganas de salir de casa.
Desde que me han puesto la rodillera para que ande, no me apetece salir porque me cuesta andar.
El cambio de pisada me ha cambiado todo el cuerpo, incluso el cerebro, así que tendré que irme acostumbrando poco a poco a todas las novedades:

Los implantes.
El tacón de centímetro y medio en el zapato derecho.
La rodillera, que es un artefacto importante y ha sido lo último que me han agregado.

No me importa.
Pienso seguir intentando que mi pierna mejore.
Lo último que me descubrieron en Pamplona es que tengo rotos los tendones posteriores de la rodilla, se llama Recorbatum, tengo que evitar a toda costa que la pierna se levante.

Me apetece dar un paseo hasta el faro aunque sea con dos muletas.
Recuerdo cómo me gustaba ese paseo cuando era joven y sana y andaba sin esfuerzo.

Hay que aprovechar todo lo que se tiene para lo cual, es necesario ser consciente.















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