miércoles, 13 de septiembre de 2017

NOVECIENTOS OCHO









La verdad es que una sola palabra tiene el poder de elevar la autoestima y crea emociones inesperadas.
Ayer, con toda la ilusión acumulada durante el verano, acudí a la primera clase de Escritura de este curso.
Tras los alegres saludos al ver esas caras que ya tanto hemos compartido y alguna nueva para despertar el interés, leí mis textos.
Suelo leer tres entradas de mi diario.
Y al terminar el tercero, publicado el seis de septiembre, en el que hablo de la importancia de que un cuadro tiene que ser mirado para conseguir completarse, todo el mundo se quedó callado, excepto el profesor, que dijo enseguida:

Magistral.

Me quedé de piedra, me pareció excesivo y le dije que exageraba, pero no me hizo caso y siguió hablando del texto.

Creo que lo que sentí se asemeja a cuando era joven y me enamoraba con facilidad.
Una especie de emoción interna, con un ligero rubor en las mejillas y queriendo que esa sensación no se acabara nunca.

Me dieron ganas de escribir mejor, de poner más verdad en mis palabras, perder miedos, entregarme.

Y tengo la intención de hacerlo, a mi manera, intentando no hacer daño a nadie, ni siquiera a mi misma, porque saber que mis hijos casi no hablan conmigo porque no se fían de mi, me hace daño.
Tienen miedo de que cuente cosas de ellos.
No quieren aparecer en FB.

Así que doblaré la cabeza, acataré las leyes del amor, que también existen y seguiré adelante tratando de mantener el equilibrio, como una funambulista experta.

Todavía no lo soy pero lo conseguiré, soy cabezuda, por lo menos eso me decía mi querido padre.






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