jueves, 14 de septiembre de 2017

NOVECIENTOS NUEVE








Me considero admiradora y amiga de los árboles.
Pasear entre árboles despacio, mirándolos, acariciando sus hojas, reconociendo el trabajo que hacen con serenidad y estrategia, sin precipitarse, siempre en su sitio, es uno de mis remedios que utilizo para serenar mi alma.

Todos me gustan y me impresionan, algunos por su belleza y antigüedad, otros porque me dan sombra y cobijo cuando el sol aprieta, otros por su elegancia majestuosa, pero los que de verdad llaman mi atención, son los frutales, que humildemente nos dan de comer sin pedir nada a cambio.

Al llegar la primavera surgen las flores de distintos colores, dando a entender que pronto llegarán sus frutos.
En ese momento se dejan mirar sin arrogancia, solo cumplen con su deber.
Y nos deleitan sin pretenderlo.

Al cabo de un corto periodo de tiempo, nos regalarán sus frutos, en ese momento de calor en el que lo que nos apetece es comer higos, peras, manzanas, melocotones, paraguayos, albaricoques, ciruelas, tal vez una brevas, cerezas y si por casualidad vivimos en un país tropical, encontraremos mangos y papayas, piñas, melones y fruta de Maracuyá, también llamada de la pasión, cuyo solo el nombre embruja.

Ayer estuve en un campo en el que había árboles frutales abandonados.
Las bolsitas donde los nogales guardan la nuez estaban negras, aunque las nueces todavía estaban sanas.
La mayoría de los higos estaba deliciosos, las higueras son capaces de salir adelante en cualquier situación.
Los árboles también requieren de cuidados y necesitan se mantenidos, sobre todo los frutales, que son un regalo de la naturaleza.

Saqué fotos, comí higos, hice entrevistas a Pizca que describe la naturaleza como si fuera un hada que vive en ella y conoce los pormenores de todas las plantas.

No solo disfruté sino que creo que hice un buen trabajo.
Me quedé satisfecha.













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