domingo, 10 de septiembre de 2017

NOVECIENTOS CINCO








Ayer estuve comiendo con Pizca en Bilbao, en un sitio encantador que antes estaba en el Pagasarri y se llamaba “La Carbonería”.
Ahora está en el centro de Bilbao, en Colón de Larreátegui y la comida sigue siendo excelente.
A pesar de que no puedo masticar, disfruté de lo lindo.
Estar con Pizca es un lujo, sobre todo para mí, porque sabe apreciar lo que no se ve a primera vista.
Hablamos el mismo tipo de lenguaje y nos complementamos perfectamente.
Cada pequeña conversación, por seria que parezca, suele terminar en una carcajada.
Con ella me olvido de que estoy desdentada y me siento desinhibida.
Nunca pone trabas a lo que otras personas juzgan como “mis extravagancias”, sino que me anima a seguir adelante.

Además de que es mi amiga del alma, estar con ella eleva mi autoestima porque me quiere y me respeta.

Volvimos de Bilbao por la ría.
Llovía.
El paisaje no podía ser más estimulante.
La luz oscura, gris Bilbao y marea alta.
Cada vez que veo un barco nuevo, generalmente cargueros, me entusiasmo, así que paraba el coche y filmaba el panorama mientras Pizca describía lo que sentía al ver esos colores, que solo se dan en contadas ocasiones.

Lástima que pasaran coches que hacía ruido, porque lo que decía Pizca era merecedor de un respetuoso silencio.
Siempre me sorprende, a pesar de que hace cincuenta años que la conozco.
Maneja la palabra como si ella misma la hubiera inventado.

Llegué a casa realmente satisfecha del trabajo realizado a pesar de los ruidos.
Si fuera una profesional sabría cómo limpiar el sonido, pero no es mi caso.
Estoy muy lejos de manejar esas habilidades.



Fue simpático cuando llamé para hacer la reserva, hablé con el dueño y me dijo:

¿A nombre de quién?

Blanca Oraa

Y él repitió:

Blanca Oraa

Lo pronunció tan bien, con las dos “aes" que sentí placer inmediato, porque poca gente sabe decir bien, ese apellido vasco de Zumárraga, tan poco habitual aquí.
En Madrid lo conocen por la calle del General Oraá, a la que agregan un acento que no le corresponde, pero yo lo considero estupendo porque nada hay más feo que decir Blanca Ora.

Así que sumida en ese sonido que me había complacido, casi no atendí al señor del teléfono cuando le oí decir:

¿Oraa?

Extrañada de que me pidiera otro apellido, dije:

Moyua

A lo que él, respondió:

¿Hora?

¡Ah! Perdón, ya me extrañaba que me lo preguntaras ora vez porque lo habías dicho tan bien a la primera.

¡Claro! Conozco bien ese apellido, empezando por el que fue presidente del Athletic.

Se refería al tío Félix Oraa que fue un magnífico presidente, cuya estela perdura.

En la escritura, cada pequeñez puede adquirir proporcionas aparentemente desproporcionadas en las que suele esconderse el meollo de la literatura.









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