NOVECIENTOS UNO

Hay algo en la pintura, me refiero a cada cuadro en particular, en el que se cuenta la historia del mismo.

Ni siquiera son necesarios los datos para, al contemplarlo, saber que ha sido pintado, mimado y mirado con amor, que tiene su propia biografía, que ha sido admirado, ha curado heridas, ha servido para proporcionar ayuda, fuerza, serenidad y que seguirá haciéndolo siempre que se halle en lugares donde pueda ser apreciado y reverenciado.

He tenido experiencias casi extrasensoriales en mi propio estudio, con posibles clientes que venían a ver mis piezas in situ.

Recuerdo a un señor muy elegante que necesitaba hacer un regalo importante y le gustaban mis Karpas de Ondarreta.

Vino con su esposa.

No se hablaban.

La vibración no era amorosa.

El señor eligió uno de mis cuadros, firmó un cheque y se marcharon los dos.

Me quedé lánguida.

Había hecho una buena venta pero mi alma adolecía de entusiasmo.

Casi dudé de mí y de mi valía como pintora.

A ese señor no le interesaba en absoluto ni mi cuadro ni la pintura.

No sentía amor por el arte.

No obstante, en otra ocasión vino una señora que no tenía intención de comprar, pero estaba muy interesada en ver mi trabajo.

Hasta tal punto crecía su entusiasmo a medida que yo iba poniendo los cuadros sobre el caballete, que le di un tubo de cartón redondo, para que pudiera concentrarse en los detalles.

En aquella ocasión, se trataba de Los botes de Arriluce, todavía no existía el puerto deportivo de Getxo.

Aquella señora, con lágrimas en los ojos, dijo que veía peces en el mar, lo cual era una idea surrealista, ya que el cuadro solo tenía botes de colores y las sombras que proyectaban sobre la mar serena.

Así es la vida de los cuadros.

El artista lo pinta y el que lo ve, pone su alma y su sensibilidad.

Por eso los cuadros necesitan estar colgados y ser mirados, es una acción en la que es imprescindible que una persona refleje su interés en el cuadro.

Es así como la pieza se alimenta.

¿Qué sería de La Gioconda si estuviera en un trastero?