domingo, 20 de agosto de 2017

SETECEINTOS CINCO







Mientras desayuno suelo poner la televisión y a veces me encuentro con programas interesantes, que no sabría encontrarlos si los buscara deliberadamente, como por ejemplo hoy, en el que varios poetas y eruditos hablaban de Don Miguel de Unamuno, a quien respeto y cuya mente, a pesar de torturada, me interesa.
Siendo de Bilbao, como yo, somos afines en algunos temas, aunque su tristeza constante no me gusta nada.
No me gusta sentir pena, no siento pena ni de mí misma.

Hace un día espléndido.
Las condiciones de playa no son las mejores para mi, porque ahora está subiendo la marea y la pleamar será a las 16:29.
La temperatura del agua 22º.
Aún así, iré porque solamente el esfuerzo de combatir las ganas que tengo de quedarme en casa, será compensado en cuanto me meta en el agua aunque sea con la muleta.

Así como el profesor Álvarez de Mon insiste en que nadar es el gran secreto, el doctor Valentí, el traumatólogo de la clínica universitaria de Pamplona, lo corroboró, por lo que no me puedo permitir el lujo de dejar ni un solo resquicio de mi pensamiento para la duda.

Parece mentira que habiendo sido la playa durante toda mi vida la mayor ilusión, ahora, debido a la edad o tal vez a la rodilla, he cambiado.
Reconozco que me sienta estupendamente, pero me cuesta hasta preparar la mochila.

El olor del salitre es mi aroma preferido y la ducha al volver a casa me produce un placer ilimitado.

No obstante la idea de dejar el ordenador y el cobijo de la casa que me resguarda del sol, me cuesta, me cuesta, me cuesta tanto que si sigo escribiéndolo me quedo aquí, así que me despido con un ¡hasta la vista! y con la esperanza de que mi esfuerzo sea recompensado.






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