sábado, 5 de agosto de 2017

SEISCIENTOS








Hoy es mi santo, el día de la virgen Blanca, así se llamaba mi abuela y así me llamo yo.
Yo no hubiera elegido ese nombre, porque me consta que no es saludable repetir los nombres en las familias, pero siempre lo he aceptado con cierta alegría porque tengo idealizada a mi abuela Blanca Maíz Nordhausen, la madre de mi madre, a quien nunca conocí porque murió joven, pero he visto sus fotos y era tan guapa, elegante y bien vestida que, unido a lo que de ella me contaba mi madre, he sublimado su recuerdo, así que acepto su nombre a sabiendas de que si hubiera tenido elección, me habría llamado Galerna.

La esposa de mi hermano Gabriel, Totola, que es gallega, me contó que en Galicia solo se celebra el santo, a nadie le interesa el cumpleaños, cada uno sabe los años que tiene y ahí se acaba todo.

Para celebrar mi santo ayer fui a cenar con Pizca a las Parrillas del Mar, que es una sucursal del famoso Mandanga de Santurce, lugar del que soy oriunda por parte de mi padre.
También se llamaba “La cofradía de pescadores”.

Tuvimos la suerte de que nos sirvió la nieta de Mandanga, que era una chica encantadora y conocía perfectamente lo que la familia Oraa significó en Santurce, cuando un hermano de mi abuelo, el tío Jenaro, era párroco, a quien le dedicaron una calle y una estatua y otro hermano, el tío Ignacio, tenía la única farmacia que existía.

Cenamos una mojarra salvaje ¡cómo no! todas las mojarras son salvajes.
No es fácil que la ofrezcan en una carta porque se pesca de forma independiente, pero si saben que puedes conocerla, te lo dicen y yo soy la primera que en cuanto oigo esa palabra, digo:

Si, mojarra por favor.

Es un pez de roca que tiene mucha carne, mucho sabor y pocas espinas.

Por la tarde fui a la playa de Plencia.
La mar estaba fuerte, aún así me metí con la muleta y me encontré mejor, más segura que cuando voy sin nada.
Me costaba salir porque la arena del suelo estaba desigual y un papá que estaba con su niño se ofreció a ayudarme.
Acepté encantada y ya con la muleta en la mano izquierda y la derecha en la mano del ayudante, me pareció que no estaba tal mal.

Me preguntó:

¿Ha venido sola?

No le contesté.
En ese momento estaba demasiado ocupada tratando de encontrar un lugar para apoyar el pie, por lo que volvió a insistir con la misma pregunta.

¿Ha venido sola?

Contesté:

No, con la muleta.

¡Ah! Casi mejor.









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