martes, 8 de agosto de 2017

SEISCIENTOS TRES







Me siento ávida de poesía.
Este verano sin sol ni casi playa, me llena de melancolía.
Me paso las horas mirando el poliedro de Durero y me pregunto en qué estaría pensando su protagonista.
La melancolía, la nostalgia, la pesadumbre, la morriña, la añoranza, la saudade, son palabras que me llevan a un lugar de paz, de sosiego, relacionados con cierta tristeza imposible de sentir en un hermoso día de verano.
Me gusta ver caer la lluvia y escuchar ese sonido tan evocador, que nunca falta en las películas de Kurosawa.

En la terraza de mi casa no se pueden cultivar las plantas.
El metro, que pasa por debajo, exhala algo que no ayuda al crecimiento, por lo que por más interés que intento poner, se me quitan las ganas, es una ilusión perdida antes de tiempo.
A veces pienso que podría quitar todos los tiestos y los intentos de plantas de adorno y poner una fuente japonesa de la que salga agua y rememore a un jardín japonés.
Me encantaría escuchar el sonido del agua entre los metros de Sir Norman Foster.

Sería excesivo decir que todo lo japonés me encanta, porque ni siquiera lo conozco pero sí puedo asegurar que hay algo en la estética japonesa que me atrae y me tranquiliza.

Solo estuve una vez en Japón y no fui capaz de apreciarlo en todo su esplendor, porque no tenían drogas y a la sazón era lo único que de verdad me interesaba.
Reconozco que Kyoto me encantó a pesar de que los anuncios de Coca-Cola en los troncos de las árboles milenarios, me molestaban bastante.

La gente era amable y educada y con tal de hablar con una occidental, eran capaces de hacer piruetas.

Supongo que hoy en día sería capaz de disfrutar de un Japón diferente.

No se adquiere la madurez sin esfuerzo.








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