viernes, 4 de agosto de 2017

QUINIENTOS NUEVE







Ayer hice un trabajo de investigación para ver si encontraba otros lugares para bañarme, en los que no tuviera que entrar y salir del agua como en la playa, que tanto me cuesta.
Vi varios sitios con cierto encanto, pero ninguno me convenció, por lo que he decidido que voy a usar la muleta para entrar y luego en vez de nadar con los dos brazos, haré lo que pueda.
Ya empiezo a notar los beneficios del agua del mar y del sol y aunque solo me apetece estar un rato, es más que suficiente para encontrarme más vital.
Los días buenos del Cantábrico son los mejores del mundo, no envidio al Caribe ni al Índico ni al Pacífico.
Ni siquiera al Mediterráneo, a pesar de las maravillosas calas de las Pitiusas, en las que podría quedarme días enteros.


Mis veranos anteriores a la rotura de la pierna estaban dedicados a la adoración del sol y de Neptuno.
Consideraba que en nada mejor podía ocupar mi tiempo.
No obstante, ahora con estar un rato tumbada y otro rato en el agua me quedo satisfecha.
La vida tiene tantas fases que nada es para siempre, excepto la propia vida que también se acabará un día, cuando haya cumplido la misión que se me ha encomendado.

Ayer hice fotos muy bonitas en Plencia y en su ría.
Descubrí algunos parajes en los que nunca había estado y comprendí que es un lugar con encanto para veranear.
Los días de sol radiante son fantásticos para recrearme en las luces y las sombras.
Cuando yo era pequeña e iba al colegio de la Vera Cruz de Bilbao, algunas de mis amigas veraneaban en Plencia y me hablaban de veranos maravillosos.
Yo veraneaba en Santurce y mis amigas vivían en la margen derecha, así que no me quedaba más remedio que pasar el puente colgante cuando quería estar con ellas.
Era horroroso porque además tenía que estar a las 10:00 en casa y siempre me tenía que ir corriendo de Jolaseta, para llegar a tiempo y rezar el rosario en familia antes de cenar.

Así me educaron.







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