jueves, 6 de julio de 2017

TRESCIENTOS VEINTIUNO







He empezado la mañana viendo dos videos japoneses, que me han inspirado más de lo habitual.
El primero mostraba cómo trabajan la madera para protegerla.
No era gran cosa pero lo hacen con sabiduría y amor, por eso luego quedan tan bonitas las cabañas que construyen.
El segundo es un video que publiqué ayer en uno de mis blogs que se llama:


Se trata de la colección que ha presentado Kenzo para el verano de 2018.
Es grandioso.
Solo puedo decir que casi se me han saltado las lágrimas, por la emoción que he sentido al ver tanta creatividad en un desfile de modas y eso, que espero todo de un japonés porque les considero grandes artistas, que tienen una larga historia a sus espaldas, que evolucionan antes que los demás y que trabajan el doble.

Supongo que uno de los secretos del arte es el trabajo constante y el otro, hacerlo en plena libertad.
Además, está el talento.
Ante el talento no se puede hacer otra cosa que quitarse el sombrero.

No obstante, yo, que he sido profesora de dibujo y pintura, puedo decir, basada en mi propia experiencia, que he sido testigo de niños que tenían un talento extraordinario, cuyos padres no eran capaces de apreciar y he visto cómo esos niños, a medida que crecían y les obligaban a ser como los demás, por medios abusivos a mi entender, se convertían en niños tan corrientes, que aparentemente habían perdido hasta el estímulo de crear.
En realidad solo lo vi en un niño, pero me afecta tanto que sigo pensando que eran muchos.

En Japón tampoco tienen las cosas fáciles.
Mi amiga de la Pepperdine University, Fumio Yoshida, me contó que había estudiado violín en Tokio, de donde procedía y a punto de terminar la carrera, se dio cuenta de que no iba a ser una violinista extraordinaria, por lo que decidió cambiar de carrera, lo cual está mal visto en Japón, así que se fue a California para estudiar psicología.

Era una chica lista y sensible y aunque éramos amigas, casi nunca me hablaba de sus asuntos personales, excepto lo que he mencionado, sin embargo, a veces lloraba.
Yo no me atrevía a acercarme a ella porque una vez, cuando volvió de pasar las vacaciones en casa de sus padres, le di un abrazo y estuvo sin hablarme unos cuantos días.
Yo había olvidado que las japonesas no se tocan, ni se besan, ni se abrazan.

Luego todo volvió a la normalidad y nunca comentamos aquel suceso.
Ella era muy discreta.

Era japonesa.






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