domingo, 30 de julio de 2017

CUATROCIENTOS CATORCE







Hace unos días leí las torturas a las que había sido sometida Lidia Falcón, fundadora del partido feminista en España.
Era la primera vez que hablaba de ese tema.
Me quedé horrorizada aunque nada me extraña ya, no solo de la época franquista, sino de todo lo que sucede en este mundo de bárbaros.
Siento profundo agradecimiento a Lidia por su trabajo sin descanso, enfrentándose a todo y a todos.
Gracias a ella, yo fui capaz de poner en palabras lo que sentía como mujer sometida a los hombres, al chantaje afectivo, la manipulación, resumiendo, sentirme subalterna.

Así que me casé pensando que debía obediencia ciega a mi marido o, por lo menos, eso me habían hecho creer y él también lo pensaba, aunque para ser un hombre de la época, era bastante más abierto que los demás.
Aún así yo me daba cuenta de que lo que yo sentía, mi dignidad, no estaba en armonía con el comportamiento que se esperaba de mi, por lo que poco a poco fui desarrollando una rebeldía interna, que empezó a salir a flote cuando comencé a estudiar BBAA y sobre todo, al descubrir otras realidades sociales a las que nunca había tenido acceso.

Y lo mejor de todo fue cuando comencé a fumar hachís y descubrí los placeres de la psicodelia.
Ahí creí encontrar lo que había estado buscando toda mi vida, ya que me daba fuerza para indagar en las profundidades de mi ser y encontré estados de conciencia desconocidos hasta entonces.
Incluso el hecho de que estuviera prohibido, otorgaba un halo de misterio que le añadía atractivo.

Pero como no es oro todo lo que reluce, llegó un domingo por la mañana y aparecieron dos secretas en la puerta de mi casa, que me metieron en un coche y me llevaron a la comisaría, donde pasé tres espantosos días.
Me hicieron las fotos y tomaron mis huellas dactilares.
Ya estaba fichada.
Antecedentes.

Me acusaron de haber dado 2.000 pesetas a una persona para que me comprara marihuana, lo cual era verdad.
Al principio negué todo, pero cuando el comisario Daniel Romero me interrogó, me dijo que no me quedaba más remedio que confesarlo, porque todos habían cantado como jilgueros, además de que tenían apuntados los nombres de los encargos en una libreta.

Después, el juez Carlos Dívar, que más tarde sería presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, acusado de algunos escándalos por lo que tuvo que dimitir, me interrogó y lo único que quería es que yo declarara que Cala Ampuero, que era mi íntima amiga, fumaba hachis.
Dije que no y me llevaron a la prisión de Basauri.
Al cabo de cuatro días el juez vino a buscarme y me dijo que si confesaba que Cala fumaba, me podía ir a casa.
Le dije que Cala lo probó una vez y no le gustó, por lo que no volvió a fumar.

Conseguí llegar a mi casa con la condición de que fuera a firmar al juzgado de Bilbao cada quince días, ya que me metió en la ley de Peligrosidad Social.


Al cabo de seis meses murió mi hijo Carlos.
Cala se encontró con Carlos Dívar en Tamarises y le dijo que me notificara que ya no tenía que volver al juzgado a firmar.












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