domingo, 26 de marzo de 2017

DOSCIENTOS VEINTISIETE







En la última clase de escritura, una compañera leyó un texto en el que mencionaba a mi queridísimo poeta Rabindranath Tagore y recordé la aventura que tuve en Calcuta, la última vez que hablé de él con un bengalí.
Llevaba unas semanas en Delhi a donde había ido a un evento con Prem Rawat y como de costumbre, me quedé más tiempo para disfrutar de esa sensación de tranquilidad, espiritualidad y respeto que solo siento en India, además de comer como en el paraíso terrenal.
Pues bien, de repente me invitaron a un evento en Katmandú y decidí sacar un billete y acudir.
Nunca había estado allí y me apetecía.
Me dijeron que yendo por Calcuta resultaría más barato por lo que no lo dudé, sabiendo además que allí habría un programa al que los occidentales no estábamos invitados, pero no me importaba, pasaría unos días en Bengala e incluso intentaría acudir al evento.
Así lo hice, con la mala suerte de que no me dejaron entrar y me quedé fuera, junto con otras personas a las que les había pasado algo parecido.
Al salir cabizbaja, un hindú se me acercó amablemente y me invitó a tomar un chai.
Accedí y mientras tomábamos un reconfortante chai, mi nuevo amigo me contó que era periodista y tenía que presentar una conferencia en la que hablaría la hija del Ché Guevara, en un teatro que estaba a unos veinte minutos en taxi.
Era guapo, aparentemente educado, hablaba un magnífico inglés y se notaba que tenía bastante más soltura de la que tienen los hindúes cuando tratan con mujeres occidentales.
Charlamos un rato y al terminar el chai me invitó a la conferencia.
Me había quedado tan triste al saber que no podía ver a Prem Rawat, que acepté su invitación.
Ni siquiera sabía que el Ché tuviera una hija que daba conferencias, pero antes que estar en el hotel o pasear por Calcuta de noche, no era mal plan.
Me parecía fácil estar con una persona que se encargaba de todo, ya que yo había tenido que tomar la decisión de ir sola a Katmandú y a Calcuta, lugares que desconocía hasta entonces.
Así que nos montamos en un taxi y nos dirigimos al lugar de la conferencia.
Me habló un poco de la hija del Ché y cuando supo que yo ya sabía quien era su padre, me habló de él también y poco a poco fue tomando confianza y me puso la mano sobre mi hombro y no sé qué me pasó, que para cuando llegamos al lugar de la conferencia, tuve la sensación de que mi nuevo amigo se estaba tomando más confianzas de lo razonable y empecé a sentirme incómoda.
Cuando entramos en el teatro, me acompañó a una butaca y me dijo que él tenía que ir al escenario para presentar el evento y que me vendría a buscar en cuanto terminase, que le esperara allí.

En cuanto desapareció, salí corriendo entre la gente que entraba y cogí un taxi al que le di la dirección de Lufthansa, ya que había tomado la irrevocable decisión de cambiar mi billete y salir de Calcuta lo antes posible.

Lo que sucedió en Lufthansa fue maravilloso.
Al decir lo que deseaba me dijeron que la persona encargada de hacerlo, estaba tomando un chai en la calle.
Los hindúes toman chai todo el tiempo y como yo sigo la norma de que “donde fueres haz lo que vieres” hago lo mismo que ellos, además de que me encanta y creo que es lo mejor que existe para combatir el calor.
Encontré un grupito de gente con el uniforme de Lufthansa y dije el nombre de la persona a la que buscaba.
Enseguida se acercó a mi un señor muy elegante, a quien le dije que quería ir a Katmandú lo antes posible.
Me dijo que eso estaba hecho, pero que lo primero que teníamos que hacer era tomar un chai, lo cual acepté encantada.
Se ocupó de que me trajeran un magnífico chai y al saber que era española, empezó a cantar las glorias de Machado, que era su poeta preferido.
Para corresponder a su amabilidad, le dije que yo adoraba a Rabindranath Tagore y así, entre las Soledades de Machado y el Gitanjalí de Tagore, nos hicimos tan amigos, que no solo me cambió el billete sin cobrarme nada, sino que llamó a un amigo que tenía un hotel en Katmandú, le dijo que me reservara una buena habitación y que mandara a alguien a buscarme al aeropuerto.

Así fue mi primera y gloriosa entrada en Katmandú.
Me recibieron como si fuera de la familia y me trataron como a una princesa.

Desde entonces siempre voy al mismo hotel y mis amigos también, hasta el punto de que aunque no tienen restorán, conseguí que me hicieran todas las comidas allí, porque he de reconocer que en Katmandú no se come demasiado bien y me sentaba mucho mejor la comida que me hacían en el hotel, casi siempre arroz con pollo y/o con verduras.

Cada vez que tocaba el timbre acudía a mi habitación un chico descalzo, silencioso y muy respetuoso con un termo de agua caliente.
En Katmandú prefieren el agua o en su defecto, la cerveza san Miguel.




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