domingo, 5 de febrero de 2017

CIENTO OCHENTA







Me regocijaba al mirar ésta mañana por la ventana y ver que llovía a cántaros, pensando que podría quedarme en casa todo el domingo trabajando en mis asuntos.
Pues bien, de repente, concentrada en la pantalla del ordenador, he visto un rayo de sol que casi la atravesaba.
Había parado de llover y el cielo estaba azul.
Intento cambiar mis planes y regalarme una visita al Guggenheim, para ver la exposición del Expresionismo Abstracto, que inauguraron el viernes pasado.
Mientras daba vueltas al asunto, he notado cierta oscuridad ambiental.
Efectivamente, vuelvo la cabeza y veo el cielo oscuro amenazando tormenta.
Me levanto, salgo a la terraza y un viento aterrador me intimida de tal manera que vuelvo a mi mesa tan contenta, sabiendo que habrá días mejores para disfrutar del paseo bilbaíno que tanto me complace.

Se hacen muchos chistes y chirigotas sobre los bilbaínos, tal vez más que de los de otro lugar, lo cual es comprensible porque sin ser una ciudad demasiado moderna ni variopinta, tiene algo que resulta especial para los que somos de aquí, que nada tiene que ver con los que nacen en otros lugares del país de los vascos.
Mis hijos, por ejemplo, que crecieron en Getxo, no sienten emoción cuando van a Bilbao, mientras que yo, que en realidad solo viví durante mi infancia porque luego estuve interna, me estremezco cada vez que algo me impulsa a ir a Bilbao.
Me alegra la existencia.
Le encuentro un encanto que no lo veo en Getxo a pesar de que tiene mar y playas.

En el momento en que entro por el puente de la Salve y vislumbro el arco de Daniel Buen al frente y el Guggenheim a la derecha, algo en mi se conmueve.
Amo Bilbao.

Recuerdo haber sido muy feliz desde pequeña paseando por Bilbao cuando me dejaron andar sola por sus calles, conocía las galerías de arte, las librerías y las pastelerías.
Más tarde aprendí a recorrer la siete calles y entraba en esas tiendas antiguas, cacharrerías, mercerías, ferreterías, portales en los que vendían reliquias y estampas que parecían de juguete.
Las siete calles era otro mundo.
No tenía nada que ver con la parte de arriba .
Más tarde conocí gente que nunca salía de las siete calles, se sentían como en una fortaleza, protegidos sin tener que enfrentarse al Bilbao del otro lado del puente.

Después de la inundación, las cosas cambiaron pero sigue habiendo diferencia entre el Bilbao de arriba y las siete calles que tampoco están unidas a Bilbao la vieja.

Cada zona de Bilbao tiene una entidad propia que se nota hasta en el aire que se respira.







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