miércoles, 8 de febrero de 2017

CIENTO OCHENTA Y TRES







A veces pienso en las temporadas de mi vida en las que no tenía ningún compromiso, ni siquiera iba al gimnasio, podía ir al cine cuando me apeteciera y a Bilbao para ver exposiciones y tomar el aperitivo.
Ahora sin embargo, casi todos los días estoy tan ocupada, que cuando llega el fin de semana le doy la bienvenida con la misma ilusión que las personas que tienen un trabajo fijo.
Todo lo que me obliga a salir de casa es importante porque está relacionado con la salud, excepto la clase de escritura, por lo que ni siquiera me planteo disminuir mis actividades, por lo menos de momento.
La clase de escritura es sagrada.
No todas las clases de escritura son maravillosas.
Asistí un par de días a unas clases que había en la Diputación de Bilbao y salí horrorizada.
Me gustaban los alumnos pero el profesor no me pareció que tuviera la talla para formar escritores.

A lo largo de mi vida he tenido algunos profesores estupendos que han sido capaces de sacar lo mejor de mi:
El entusiamo por ciertas materias.

Cuando un profesor consigue que un alumno se enamore de un tema, la labor ya está realizada.
Entonces el alumno empieza a convertirse en una rata de galería, o de librería o de lo que sea y no parará hasta que su sed de conocimiento esté saciada.

Doy gracias al cielo porque he tenido profesores extraordinarios, que han sido capaces de extraer lo mejor de mi misma.
Iñaki García Ergüin, con santa paciencia y generosidad venía cada tarde a un estudio que teníamos Luz Ibarra, Isabel Alcalá Galiano y yo en la calle Ledesma de Bilbao y con él aprendimos la técnica de El Greco que a él se la había enseñado Lorenzo Solís, extraordinario pintor que no ha sido reconocido como se merecía.

¿Por qué algunos artistas se quedan relegados al olvido?
Son hechos a los que no sé darles explicación.

Luego tuve los profesores de la carrera de BBAA  y además de éstos profesores llamémosles titulares, también aprendí de los grandes maestros, que tuvieron a bien recibirme en sus estudios y explicarme el trabajo que tenían entre manos, tratándome con un cariño solo digno de los grandes.
Me refiero al que fue mi gran amigo, Jose María Ucelay, con quien pasaba tardes enteras en Txirapozu, su caserón de Busturia, con algunas escapadas a Guernica para tomar una copa sin que Inés, su mujer, le pusiera mala cara.
Jose María era genial.
Magnífico pintor, con un estilo único y personal, iba por libre.
Un gran ser humano, cariñoso y generoso.
Había sido ministro de cultura durante la República y vivió en París mucho tiempo codeándose con los mejores artistas de su generación, de quienes me contaba anécdotas divertidas, sin darse la menor importancia.
Su sentido del humor era exquisito.
Siempre estaba contento, alegre y bien vestido aunque me recibiera en bata.
Su casa era preciosa, todo estaba diseñado por él, hasta los pomos de las puertas y ventanas.
A su estilo, tal vez con reminiscencias de cierto modernismo.

Hace unos años pasé por su casa y parecía abandonada.


Otro día hablaré de Jorge Oteiza, cuyo trato con él también ha dejado una profunda huella en mi vida.




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