viernes, 25 de noviembre de 2016

CIENTO SIETE








Ayer, haciendo un esfuerzo extraordinario, conseguí ir a la clase de natación de los jueves.
Para que me resultara más fácil, me puse el traje de baño en casa.
Me quedé contenta porque nadé bien y Virginia, la profesora, no me exigió demasiado.

Al volver a casa vi el último capítulo de “El joven Papa”.
La serie, en conjunto me tuvo fascinada al principio mas considero que a partir de la mitad decae, aunque bien es verdad que tiene momentos gloriosos y Jude Low borda su papel.
Da gusto ver a un papa tan joven y guapo, tan bien vestido, fumando, rodeado de cuadros impresionantes y de un ambiente tan refinado.



Hace tiempo, tal vez años, que miro a mi alrededor y me siento perpleja, al ver cómo se derrumban las ideas altruistas que intentaron inculcarme cuando me educaron.
Tanto en mi familia como en los colegios a los que me mandaron interna, se daba por hecho que solo le religión católica era la verdadera.
Me costaba creérmelo, pero tenía cosas más importantes en las que pensar.



Tardé bastante en hacer un pecado mortal, más que nada porque me habían metido tanto miedo en el cuerpo, que pensaba que se me iba a notar y no quería pasar vergüenza, así que me costó traspasar esa barrera, pero cuando me decidí a transgredir lo que resultaba un estorbo en mis apetencias, comprendí que había sido engañada y sentí un alivio inmenso.
Se abrió la puerta de la libertad.
Sentí que me habían hecho perder un tiempo precioso, que habría empleado con sumo gusto en disfrutar de los placeres que ofrece la vida a una chica joven y bonita con ganas de divertirse, con unas ganas locas de experimentar todo lo que la vida ofrece a los incautos. 
Y digo bien incautos, porque a la sazón, además de católica practicante, había leído tanta literatura francesa, que me creía que era un personaje de “Climas” de André Maurois que es uno de los escritores del que más influencia recibí, presumo.

Por lo menos tuve la suerte de que la pintura ocupaba un lugar preferente en mi vida, no obstante el amor humano que tanto ensalzaba Maurois, competía con mi amor a la pintura que exigía de mi tomar decisiones dolorosas a veces.



Necesité tiempo y muchas meteduras de pata para poner orden en mis prioridades.
Trabajé duro y hoy en día reconozco que he dado grandes pasos.
Ya no soy aquella niña ingenua, romántica y engañada que salió de un internado francés con ganas de comprobar si era verdad todo lo que le habían enseñado.


¡Bendita educación!






No hay comentarios:

Publicar un comentario