martes, 18 de octubre de 2016

SETENTA Y TRES








Tantos acontecimientos van surgiendo a mi alrededor, que solo deseo descansar y centrarme en lo imprescindible.
No me gusta el alboroto, menos todavía las barracas y de los fuegos de artificio, ni hablar del peluquín.
Adoro el silencio, la tranquilidad, las conversaciones de dos personas y a poder ser sin interrupciones, leer, escribir y poco a poco ir ordenando mi estudio y deshacerme de lo que no utilizo.

Ha venido Jaime y pasará un mes en casa antes de irse a Bali a coger olas durante los meses de invierno.
Es un hombre encantador y un hijo extraordinario.
Siempre de buen humor, dispuesto a hacerme favores, lector y escritor y sobre todo, gran deportista desde su más tierna infancia.
Se mete en el agua tanto en invierno como en verano, lo que le produce endorfinas.


Estaba yo tan ocupada con mis asuntos cuando mis hijos no eran todavía adolescentes, que no les quedó más remedio que espabilar y no están acostumbrados a que les hagan las cosas.
Por eso, si por casualidad me animo a cocinar, lo agradecen y se ponen muy contentos.

Me casé tan joven que no sabía nada de la vida, excepto lo que había leído en los libros de literatura francesa, así que cuando me encontré con Beatriz en mis brazos y supe que ya no podía salir de casa, ni dormir por la noche de un tirón, me pegué un susto morrocotudo y decidí que los hijos no era lo mío.
No tenía ningún temor a que la tierra se despoblara por mi culpa, ya que veía que todas las mujeres estaban encantadas con sus cachorritos.

No cumplí esta promesa, llegué a tener cuatro hijos.
Todavía no me lo explico.
Sucedió.

Les eduqué en libertad.
Eso si que lo tuve claro desde el principio.
Creo que lo tenía decidido incluso antes de que pasara por mi imaginación la idea de ser madre.
No tuve que discurrir.
Solo tenía que hacer lo contrario de lo que habían hecho conmigo.
Más tarde, lo comenté con mi hermana y ella había tomado la misma decisión.

Creo, sin embargo, que mis hermanos varones estaban contentos con la educación que habían recibido, a juzgar por cómo han educado a sus hijos.
A su imagen y semejanza.

Tal vez mis padres pensaban que las mujeres somos distintas a los hombres y a mi única hermana y a mi, nos trataban en consecuencia.

Parece mentira, pero eso ya lo decía Molière en el siglo XVII.
En el internado de Burdeos aprendí a recitar de memoria el acto II escena 7 de “Las mujeres sabias” escrito en alejandrinos.
Tantas veces los he recordado, que sentía que estaban escritos para mi.

Ahora ya todos somos mayores, tanto mis hijos como yo, por lo que ya no me siento obligada a ocuparme de ellos, pero lo hago con más placer que cuando eran pequeños y me necesitaban.
La vida está llena de contradicciones.













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