martes, 11 de octubre de 2016

SESENTA Y SEIS






Podría parecer que exagero pero cada día, cada momento de la clase de escritura es una fuente de aprendizaje que parece saciar mi sed de conocimiento.
He comprendido que no me he curado de mi ya ancestral precipitación.
Escucho con interés todo lo que me dicen y pasado el tiempo, cuando lo examino con calma, reconozco que todo tiene un sentido especifico para pulir mi escritura.

Ayer me arriesgué a leer un texto que me parecía aburrido, pensando que equilibraría el conjunto, no obstante me equivoqué.
A nadie le gusta aburrirse, ni siquiera a mi.
Tengo que trabajar más, profundizar.
Tanto en un libro como en una película puede haber momentos monótonos, que aparentemente carecen de interés, pero algo en ellos promete, y con la esperanza de lo que vendrá, no importa tener un poco de paciencia.
Ayer, sin embargo, no tuve en cuenta que era el último texto y que el siguiente, que daría sentido al que resultaba rutinario, no entraba en mi lectura sino que con él terminaba mi recital.
Belén me recordó que en mis primeras exposiciones colgaba cuadros que desmerecían del conjunto.

Resumiendo, que también tengo un buen profesor en mi propia experiencia y en los errores cometidos a lo largo de mi vida.

No tengo necesidad de leer lo último que he escrito, nadie me obliga, no hay prisa, mejor repaso mis textos y los leo cuando estén trabajados.
Incluso así, siempre encontraré algo que quitar y algo que cambiar.
Casi sin darme cuenta, voy dando pasos de gigante.
La escritura me enseña a ser humilde. 
Y si algo deseo en la vida es aprender a ser humilde y dejar de hacer caso al ego que tanto daño me hace.








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