sábado, 1 de octubre de 2016

CINCUENTA Y OCHO








Ayer pasé un día tan maravilloso, que necesité llegar a casa y quedarme quieta para poder sentir toda la belleza que había contemplado.

Sabiendo que la exposición de Bacon estaba al caer, llamé al Guggenheim para cerciorarme de que ya se podía ver y cuando me dijeron que sí, me arreglé y me fui a Bilbao más contenta que unas castañuelas.

Antes de entrar en el museo, estuve filmando los alrededores para publicar los videos en FB e Instagram, ya que la diáspora vasca, está sedienta de ver imágenes de por aquí.
Me lo agradecen y lo comprendo porque hasta a mi, que vivo aquí y puedo ver todo cuando me da la gana, me encanta contemplar los mismos paisajes una y otra vez.

Llegó la hora de meterme en el museo y ver la obra de Bacon.

Me quedé extasiada.
Hubo un momento en que sentí que me mareaba y me tuve que sentar.

Ya recuperada, todavía me quedaban varias salas, a cual más importante.

Hasta tal punto me impresionó ver tantos cuadros de Bacon que no conocía y otros que solo los había visto en fotos, que tuve una especie de síndrome de Stendhal y al mismo tiempo, cautiva de la emoción, comprendí que solamente por el hecho de haber montado semejante exposición, valía la pena haber construido este templo del arte, que es el Guggenheim Bilbao.

Salí reconfortada y llena de una fuerza misteriosa, que solo el arte es capaz de proporcionar.

Recuerdo que pasé la tarde inmóvil, incapaz de pensar, moverme o trabajar.

El sentimiento de plenitud me sumergió en una especie de letargo que me ha durado hasta hoy, ya que cuando me he despertado me ha costado darme cuenta de que era la mañana de otro día.






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