domingo, 18 de septiembre de 2016

CUARENTA Y CINCO








Parece que a Pizca le ha entrado el miedo de tomar la decisión de quedarse aquí sin tiempo para irse haciendo a la idea.
Simón, su hijo, la metió en canción y ahora ella se ve empujada por una fuerza que no es la suya.
No sé lo que pasará, mañana verá por última vez el piso que le ha encantado y supongo que no le quedará más remedio que decir si o no.
No se puede negar que es una planta baja encantadora, con gran terraza e incluso un pequeño jardín, hecha con bueno materiales y en el mejor sitio de santa Ana.

Comprendo que pensar en cambiar de casa, de ciudad y tener que hacer un traslado, puede desencadenar varios ataques de nervios si no se tiene costumbre, pero me temo que antes o después tendrá que hacerlo, porque ella aquí es muy feliz y además está Rosalía, su hija, con quien tiene una relación profunda e intensa.


Ayer comí con Rosa en el Zuría, un restaurante que está en el hotel Jardines de Albia.
Me habían hablado muy bien y la comida estaba buena pero lo encontré desangelado.
Estar con Rosa siempre es un placer tan delicado que le llamo “Rosa sin espinas”.

Pasé el día pensando en Pizca y en que si no se arriesga ahora a venir a Bilbao y se va a Barcelona sin apalabrar la casa, le va a costar hacerlo.
Ya tiene una edad en la que los cambios cada vez cuestan más.

Al anochecer hablé con ella y ya se había tranquilizado.

No quiero darle más vueltas a ese tema porque no es mi responsabilidad y supongo que mezclo las ganas que yo tengo de que se quede, con lo que le conviene a ella.


Por la tarde me quedé en casa descansando y me vi tres capítulos seguido de Wentworth que me encantaron.
Me intriga el motivo por el que en cuanto me meto con una serie que me fascina, dejo de interesarme por el cine.

Me considero una cinéfila de pro, pero ante las series, las películas pasan a segundo plano incluso estando en pleno festival de San Sebastián al que estoy haciendo muy poco caso.



No hay comentarios:

Publicar un comentario