lunes, 29 de agosto de 2016

VEINTIOCHO








Salvo que me venga una amnesia profunda, estoy segura de que el día de ayer se grabó en mis entrañas, con toda la fuerza del amor y el humor que se puede encontrar en la compañía de los seres queridos.
Me vinieron a buscar alegremente Pizca, Rosalía y Simón y directamente nos dirigimos a la cervecera de Berango.
Era temprano y había poca gente, por lo que pudimos elegir un lugar cuyas sillas tenían respaldo, algo que para mi es imprescindible si no quiero estar incómoda.
Pedimos los pollos bien dorados, las ensaladas con lechugas de la huerta así como los pimientos y las patatas fritas mejores del mundo.
Se notaba que acababan de sacarlas de la tierra y sabían a gloria.
Tanto Pizca como yo casi habíamos olvidado lo que significa comer unas patatas fritas de verdad, a la antigua.
Yo pedí sangría que estaba deliciosa y los demás, como no beben, se arreglaron a base de mostos y Coca-Colas.
Poco a poco iban llegando las familia con niños y para entonces nosotros ya habíamos terminado el banquete.
Simón propuso tomar un café viendo la mar y nos fuimos al Peñón de Sopelana, que estaba en un momento cumbre de luz, color y brisa marina.
Allí ya habíamos entrado en estado de gracia y pudimos reírnos a conciencia.
Reír es lo mejor que existe y con Pizca y sus hijos tengo la risa asegurada.
Disfruté de lo lindo.
Luego fuimos a dar un paseo por los caminitos de Azkorri, que se llaman estartas y todavía quedaba algún caserío de los que yo pintaba cuando estaba enamorada del país de los vascos.
Ya no pinto.
Tampoco tengo intención de pintar.
Me satisface escribir, hacer fotos y actualizar mis blogs.









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