sábado, 20 de agosto de 2016

DIEZ Y NUEVE









Cada día me levanto con alegría, me gusta mi empleo del tiempo y he llegado a un momento de mi vida, en que casi no tengo preocupaciones ni miedos, excepto las cuestiones de salud propias y de mi familia.
Desde que murió mi madre, perdí el miedo que siempre he sentido cuando hacía algo que pudiera enfadarla.
Casi todo lo que yo hacía le parecía inútil o directamente incorrecto, lo cual no impedía que lo hiciera pero con el gusanillo de saber que me reñiría, que intentaría hacerme entrar en razón y que se mostraría seria conmigo, lo cual me desagradaba hasta extremos que prefería no verla.
Ahora siento algo libre en mi, que me produce un placer inconmensurable y al principio no sé de donde viene, porque siempre es nuevo y pronto me doy cuenta de que ya no tengo miedo a nada ni a nadie.

¡Es inmenso el placer que me produce reírme a mandíbula batiente, sabiendo que nadie me va a decir:

Blanca, por favor, compórtate!

He salido un poco torpe y salvaje y por más que han tratado de hacer de mi una señorita de Bilbao educada en Madrid, no han conseguido que llegue a ese refinamiento deseado.
Hasta mi nieta que tiene seis años me dice:

“Abuela, se ve feo que te metas el pan en la boca cuando tienes comida dentro”.

Sé que tiene razón, pero llevo tanto tiempo comiendo sola, que he perdido los modales.
Adolezco de cierta torpeza que se agravó cuando me rompí la pierna.
Me tropiezo, me doy golpes, se me caen las cosas…

La medicación que me pone el doctor Álvarez de Mon me quita la memoria rápida, por lo que voy un poco retrasada.
Cuando se lo comenté, me miró pensativo durante un ratito que se me hizo largo y soltó:

¡Peanuts!


Y me convencí de que al lado de lo bien que me encuentro, eso no tiene la menor importancia, así que ahora, a todo lo que no es importante, que es casi todo, lo considero peanuts y vivo feliz, recorriendo el camino de la vida, a una edad en la que ya no se tienen prejuicios, ni conceptos, ni la necesidad de gustar a nadie.






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