martes, 20 de octubre de 2015

Obedecer es amar











Soy obediente pero no por naturaleza, sino por otros motivos.
Mi educación fue tan severa que no me quedó más remedio que aprender a obedecer, de la misma manera que aprendí a ser puntual.
Hay comportamientos que se aprenden y luego se pueden utilizar cuando es necesario.
Se elige el momento desde la libertad.
Obedezco a los médicos porque sería ridículo no hacerlo.
A veces se equivocan y lamento haberles obedecido.
También trato de obedecer a los profesores y aquí viene a colación el tema que me ocupa.
Mi profesor de escritura, que es una persona culta y sensible no tiene por costumbre mandarnos deberes.
A veces hace alguna sugerencia pero no es reiterativo.
Nunca me había sentido condicionada, hasta que en las últimas clases ha insistido en que escribamos un texto basándonos en lo siguiente:

Un hombre está en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa y se suicida.

Nada me puede apetecer menos que hablar de suicidios.
Me obliga a recordar episodios que tengo en la memoria y deseo olvidar.
Sin embargo, algo en la insistencia del profesor, que se da cuenta perfectamente del poco interés que suscita su propuesta y mi afán de obedecer a toda costa, como si en ello dependiera mi futura carrera de escritora, me obliga a recapacitar sobre la posibilidad de hacer un esfuerzo.
Al mismo tiempo, recuerdo sin deleite lo que me sucedió cuando estando interna en el colegio de santa Isabel en Madrid, me hicieron un encargo.
Había sacado matrícula en dibujo y pintura y me trataban como si fuera la artista de la clase.
No me importaba mientras me dejaran hacer las cosas a mi manera.
Pero cuando me dijeron que pintara un árbol de navidad, me negué en rotundo.
Detesto la navidad, los pinos, las luces, las cenas familiares, los adornos de las calles, de las tiendas y de las casas, las invitaciones, las felicitaciones, los regalos, todo excepto el jamón y el cheque que me regalaba mi madre.
Me insistieron tanto que no me quedó más remedio que pintar un repugnante árbol deforme, horroroso, sin gracia, tan feo que incluso la monja que me lo encargó, reconoció que no servía para su propósito.
Otra niña hizo un árbol ideal que satisfizo las expectativas de todo el colegio.
En esa ocasión realicé que solo funciono bien cuando trabajo sin que me presionen, cuando me siento a gusto.

Aún así y a riesgo de contar algo que no tendrá por donde cogerlo, me someto a la tortura de escribir sobre ese individuo que se suicida por haber ganado un millón de euros.


El suicida de Montecarlo



Paco Lasagabaster era un conocido abogado de Bilbao, que de una manera tonta y casi sin darse cuenta, se había convertido en un adicto al juego.
Su bufete, heredado de su padre, seguía activo con los mismos empleados y los mismos clientes. Paco casi no aparecía por allí.
Lo llevaban estupendamente bien los dos hijos varones que tuvo con su primera esposa.
Tanto la madre de sus hijos como la que fuera su secretaria, con quien se había casado cuando su esposa descubrió que mantenía una relación extramatrimonial con ella, le habían dejado por imposible.
Paco no tenía mucho que ofrecer.
Su adicción al juego le impedía vivir con cierta coherencia.
Era lo único que le interesaba.
En un momento de lucidez comenzó una terapia con un psiquiatra especialista en adicciones, pero no fue capaz de seguir sus indicaciones y resentido consigo mismo al verse tan débil, se entregó a la bebida, lo cual no hizo sino aumentar su malestar.
El alcohol le ofuscaba la mente y le hacía sentirse valiente, por lo que a veces tenía golpes de suerte, que no solo le ponían de buen humor, sino que le hacían creer que todo iba viento en popa.
Le gustaba cambiar de casino.
A menudo iba a Biarritz porque tanto en Bilbao como en San Sebastián podía encontrarse con gente que conocía y eso le hacía sentirse incómodo.
El adicto al juego no suele ser sociable.
La adrenalina que produce la espera, hasta que la ruleta para de dar vueltas, es un placer que exige extrema concentración.
En el punto en que se hallaba Paco, no era ganar lo que le impulsaba a jugar, sino la intensidad de la sensación.
Es tan fuerte, que en ese momento conseguía olvidar todos los problemas, los complejos, los sentimientos de culpa, las responsabilidades, la dejadez en que se había convertido su vida y así iba aumentando la necesidad de volver a jugar para no pensar.
En un momento dado parecía que estaba mejor.
No porque dejara de jugar sino de beber.
Conseguía no beber durante el día.
Entraba en un bar y pedía una coca_cola.
Pagaba.
Metía los cambios en una máquina.
Y así comenzó lo que llegó a ser una adicción no tan excitante como la del casino pero mucho más asequible.
Tal vez fue su afición a las máquinas lo que le llevó a hundirse en una miseria anunciada.
Paco había sido un dandi bilbaíno antes de entrar en ese camino de autodestrucción.
Lozano le hacía los trajes a medida, que combinaba con camisas de seda natural en invierno y artificial en verano que le confeccionaban a pares en la camiseta inglesa.
Zapatos de Villarejo y casi siempre corbatas de Hermés que le regalaba su madre como un ritual en cada cumpleaños, desde que terminó la carrera en Deusto.
Mantuvo ese disfraz mientras estuvo yendo a los casinos pero cuando decidió dedicarse a las máquinas, todo eso quedó relegado al olvido.
Solo aparecía por su casa para dormir y en cuanto se despertaba se vestía de cualquier manera, salía corriendo y desayunaba un carajillo en el bar.
Al principio acudía a los bares de siempre, donde le conocían y le atendían con respeto.
A medida que su deterioro se hizo evidente, empezó a sentirse incómodo y procuró frecuentar otro tipo de garitos donde su aspecto no llamaba la atención.
Se encontraba a gusto entre colegas y se le hacía fácil entablar conversación con ellos.
Conoció una realidad social muy diferente a la que estaba acostumbrado.
El trato con los bajos fondos operaba como una tela de araña que todo lo envolvía.
Paco Lasagabaster no era un mafioso.
Desconocía las reglas del juego por lo que se encontraba en una situación de vulnerabilidad sin ni siquiera saberlo.
Los tentáculos del mal le acechaban mientras él, borracho, maloliente y más vulnerable que antes,  trataba de agarrarse a esa especie de oportunidad que le daba la vida para no sentirse fatal.

Nadie le echó en falta cuando dejó de aparecer por la zona, hasta que de repente, un día cualquiera, alguien en un bar pidió que bajaran la voz porque quería enterarse de lo que decían en el telediario.
Así llegó la noticia de que Paco Lasagabaster se había tirado por una ventana desde el cuarto piso del hotel Metropole de Montecarlo, dejando una carta en la que explicaba que aquejado de una enfermedad terminal, había decidido pasar la última noche de su vida jugando en el casino su parte del bufete de abogados, con intención de perderlo alegremente.
Sabía que sus hijos quedaban en buena posición y eso le tranquilizaba.
Por lo demás, era muy consciente de que había derrochado su vida y dadas las circunstancias, no le quedaban fuerzas para seguir luchando.
Por más que lo había intentado no consiguió su propósito.
Jugó locamente, haciendo disparates y sin embargo salió del casino con un millón de euros,
habiendo dejado una importante propina a los croupiers que le hacían reverencias al despedirse, desconociendo las intenciones del generoso caballero español.
El cadáver mostraba un aspecto elegante.
Demacrado, pero muy bien vestido.

Esta es la triste historia de un abogado de Bilbao.

martes, 13 de octubre de 2015

Mi relación con Judy Chicago










Intento ser feminista respecto a mi misma.
No soy activista militante que se une con otras feministas para quejarse de los hombres.
Me limito a defenderme para que los tentáculos del machismo imperante no me alcancen.

Cuando vivía en Los Ángeles tuve la extraordinaria oportunidad de ver la expo “The dinner party” de Judy Chicago en el Hammer Museum y me impresionó tanto, que al ver el muro en el que estaban escritos los nombres de todas las mujeres artistas, desde el siglo I que Judy y su equipo habían conseguido encontrar tras arduo trabajo de investigación, embargada por la emoción mezclada con rabia y agradecimiento, empecé a llorar.
Lloraba por mi y por todo el sufrimiento acumulado durante siglos por tantas mujeres artistas, deseosas de crear y que para hacerlo se habían visto obligadas a hacerse monjas para así poder vivir en conventos, única manera de tener acceso a la lectura y a que su tiempo de trabajo creativo e intelectual se respetase.
Intentar ser artista dentro de un matrimonio convencional era impensable.

Me compré el libro autobiográfico de Judy y lo devoré.
No me sorprendieron algunas observaciones interesantes que Judy había constatado sobre el modo de trabajo de las mujeres, sobretodo cuando confesó que había comprobado que las mujeres tienen menos capacidad que los hombres para el trabajo físico.
En cambio, sí me extrañó que le chocara encontrar a su marido  en un relación extramatrimonial cuando ambos, de mutuo acuerdo y por motivos de trabajo vivían separados.
Ella se había quedado en Los Ángeles mientras su marido vivía en Nueva York.

Considero a Judy una mujer extraordinaria, artista donde las haya, gran luchadora y trabajadora imparable y que debido a haber enfocado su obra artística en el feminismo, no ha sido tratada como merece.
Sin embargo, gracias a Javier Arakistain con quien se encontró hace dos años, ha conseguido ser expuesta en el Azkuna Zentroa de Bilbao, con todos los honores.
Acudí a la inauguración de la exposición, que me impresionó, tanto por la factura como por la cantidad de obra siempre enfocada en el feminismo, la variedad de elementos e impecable montaje, así como el gran interés que suscita.

Saludé y felicité a Judy. 
Cuando le comenté que me había llamado la atención lo que leí sobre lo que le pasó con aquel ex marido en Nueva York, se giró, agarró a su marido que estaba cerca de ella, filmando todo, y con gran entusiasmo me lo presentó diciendo que llevaba treinta años de gran felicidad con él.
Al día siguiente fui al seminario sobre arte feminista que habían organizado.
La mayoría de los asistentes eran mujeres, estudiantes de Bellas Artes e interesadas en el feminismo.
Empezó con una conversación entre Judy y Arakis.
No aguanté mucho.
Entre que el tema del arte feminismo no me interesa demasiado y que mi salud no es perfecta, preferí marcharme.
Hubo algo que dijo Judy que me hizo recapacitar.
Insistió en que había visto muchas mujeres artistas que se autoproclaman feministas, pero que todo eso se desvanece si no son capaces de hacer un voto de desobediencia y cumplirlo.

Una desobediencia activa es imprescindible para ser feminista.

sábado, 10 de octubre de 2015

En el jardín de arriba









Cuando vivía con mis padres pasábamos los veranos en Santurce.
Teníamos una casa y dos jardines.
Parece ser que al principio todo era uno, pero al hacer la carretera lo dividieron y quedó un jardín muy bonito enfrente de la casa, al que llamábamos “el jardín de abajo”.
Todavía existe, olvidado y descuidado.
Alguna vez he pasado por allí pero casi no quiero verlo, me recuerda a Bomarzo.
Se abría con una llave oxidada, muy grande, que rechinaba al meterla en la cerradura y solo íbamos de vez en cuando, siempre acompañados.
No les gustaba que estuviéramos solos en ese jardín.
Tenía otra salida en una glorieta con unas escaleras que daban a una puerta de hierro, a través de la cual alguno de mis hermanos se había escapado.

Hacíamos cabañas con las cañas que crecían cerca de la glorieta.
En uno de los lados como para proteger el jardín, una hilera de avellanos americanos hacían nuestras delicias.
Daban avellanas alargadas, que tienen un sabor especial.
En una zona sombría se encontraba un pozo misterioso al que casi no nos dejaban acercarnos porque podía resultar peligroso
Todo el jardín poseía un encanto especial, no solo porque estaba bien diseñado, sino que además las vistas eran espectaculares.
Se contemplaba el Abra en todo su esplendor.
Ahora que vivo en Getxo me duele ver la margen izquierda tan deteriorada, contaminada por la industria y una arquitectura descuidada.

No obstante, no son los paisajes el tema que me ocupa, sino lo que sucedió en el jardín de arriba que era donde solíamos pasar las tardes.
No recuerdo qué edad tendría pero no me cabe duda de que ya había hecho la primera comunión.
Fue algo terrible que me marcó y provocó en mi un temor que me perseguiría a lo largo de los años.
No es que fuera tan ingenua como para no saber que aquello no estaba bien del todo, puesto que me escondí para hacerlo, fue lo que sucedió después lo que me hizo sentirme tan desgraciada.

Había unos arbustos de laurel junto a la verja, muy tupidos y cuyo olor me complacía enormemente.
Jugando al escondite, Javiertxu, el hijo del jardinero me lo había enseñado y más tarde me pillaron jugando a médicos con él.
Se lo contaron a mi madre y puso el grito en el cielo.
Me amonestó y me dijo que tenía que confesarme.

Los domingos teníamos por costumbre ir a la misa mayor en San Juan de Dios que estaba cerca.
A pesar de que la misa era muy larga, no me importaba mucho, porque usaban tanto incienso que me mareaba un poco y me gustaba esa sensación.
Se pasaban la mitad de la misa esparciendo el incienso con un incensario tan grande que parecía un botafumeiro.
Aquel domingo fuimos antes de que empezara la misa que es cuando el padre abad confesaba.
Mi madre y yo nos sentamos cerca del confesionario y al llegar mi turno me hizo un gesto para hacerme saber que no tenía escapatoria.
Como un cordero degollado, humillada y avergonzada, me arrodillé y traté de explicarle al cura mi pecado, con la mala fortuna de que era sordo y me decía que hablara más alto porque no se enteraba de lo que yo le contaba.
Cuando conseguía oír algo de lo que le decía lo repetía en alto para confirmar que había entendido bien y vuelta a empezar. 
Fue horroroso.

La confesión se eternizó y ya no recuerdo más, excepto que a pesar de haber querido olvidar todos los capítulos del desagradable episodio, no lo he conseguido.

martes, 6 de octubre de 2015

Un viaje de novios peculiar











Me casé porque quise, a pesar de tener a toda mi familia en contra.
Tenía diez y nueve años, era el primer chico del que me había enamorado y no sabía nada ni del amor ni de la vida.
Lo único que sí sabía a ciencia cierta, es que quería meterme en la cama con él y la única forma de hacerlo en mi circunstancia, era casándome.
No solo mis padres se daban cuenta de que estaba metiendo la pata. 
Yo no era idiota.
Mi intuición buscaba mi atención entre los regalos, las fiestas, el vestido, la peluquera, las joyas, los invitados, los nervios, las felicitaciones y aunque no tenía tiempo para ella, sabía que me quería avisar de que me estaba metiendo en un berenjenal.
La fuerza del destino es poderosa.
Dos días antes de la boda nos enfadamos.
Era demasiado tarde para retroceder.
Mi madre, clarividente, veía que aquello no podía funcionar.
Me dijo sin disimular su enfado y cierto desencanto:

No esperes que te saquemos las castañas del fuego.

Ni le escuché.
Notaba la falta de ilusión en los preparativos de la boda.
No me lo decían con palabras, pero los silencios hablaban.
No dejaron de hacer todo lo que se hacía cuando se casa una hija, siguieron las costumbres, los rituales y los protocolos, pero nada brillaba excepto mi terquedad.
Nos casó el obispo, creo que se llamaba Morcillo.
Había venido alguna vez a comer a nuestra casa y nos daba a besar un anillo muy grande, metido en un dedo de su mano regordeta.
Todo me daba igual, solo tenía una idea fija.
La boda se celebró en San Vicente mártir de Abando, única iglesia de salón en Vizcaya.

Al día siguiente, cuando me desperté en el hostal Landa que es donde pasamos la noche de bodas, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue:

¡Qué disparate he cometido!
¡Cuánto mejor estaba yo dependiendo de mi padre que de éste tío que es tan inútil o más que yo!

Me habían educado de tal manera, que me habían hecho creer que era incapaz de mantenerme por mi misma y que siempre dependería de un hombre.
Quité de un plumazo esos pensamientos oscuros e intenté hacer de tripas corazón.

Si el viaje de bodas es una maravilla para todo el mundo, no sé por qué el mío va a se una excepción.

Y con ese espíritu llegamos a París.
Carlos sabía que me encantaba Francia.
Había reservado una habitación en el hotel Jorge V que tiene mucha fama y es muy caro, pero la verdad es que no tiene gracia para una pareja de recién casados, ya que estaba lleno de americanos ricachones.
Una lástima habiendo tantos hoteles maravillosos en París, pero daba igual, yo estaba contenta.
Sentía cierta tirantez en mi marido y pensaba que era porque no hablaba francés y me necesitaba todo el tiempo para que le tradujera.
Fuimos a cenar a Maxim’s, tomamos faisán, nos tocaron el violín, pero había algo entre nosotros que yo no conseguía relajar a pesar de intentar estar amable.
Pasaron varios días y el asunto no mejoraba.
Parece ser que consumar el matrimonio con una virgen es tarea ardua.

Cuando a mi se me habían quitado las ganas de todo y lo único que me apetecía era volver a Bilbao y empezar la vida cotidiana, el gran hombre consiguió su propósito.

Satisfecha su hombría, mi marido se dedicó a jugar al golf y yo me quedé con una sensación extraña, como de no entender nada de lo que pasaba a mi alrededor, como si desconociera las reglas del juego en el que me tocaba vivir de ahora en adelante.

domingo, 4 de octubre de 2015

Por fin Bangkok











En el aeropuerto nos esperaba un autobusito para trasladar al hotel a nuestro grupo familiar.
La suerte empezó a sonreírme.
Mientras atravesábamos Bangkok, el guía que iba a orientarnos durante la estancia en Tailandia hablaba y hablaba por el micrófono. 
No presté demasiada atención hasta que de repente, salté como un resorte, cuando dijo lo siguiente:

Como su nombre indica, Tailandia es un vocablo formado por don palabras: 
Tai que significa libre y Land  que quiere decir tierra.
En definitiva, Tailandia es un país libre, donde todo está permitido.

Me relajé.
Cuando todos salieron del autobús, me quedé rezagada y hablé con el guía.
Era un chico joven, encantador, que hablaba español, e inmediatamente entendió lo que yo necesitaba y él mismo se ofreció a complacerme.
Me citó a las cinco de la tarde en el hall del hotel.
Cuando nerviosa y contenta me dirigía al hall a la hora convenida, poco imaginaba que me iba a encontrar a parte de mi familia tomando el té en una mesita, mientras en otra cercana, puntual y sonriente, esperaba mi contacto.
Saludé a los míos y pasé de largo para encontrarme con el guía.
Todavía hoy en día me pregunto cómo tuve tanto descaro.
Me entregó un paquete bastante grande con la mejor hierba tailandesa, según él.
Luego he sabido que hay muchas clases de hierbas, que se estudian con tanta precisión como aquí los vinos, pero en aquellos momentos yo solo sabía distinguir entre una hierba que coloca y lo contrario.
Me metí en mi cuarto, hice un canuto y desde la primera calada experimenté un colocón como nunca en mi vida.
Empecé a sentir un placer tan intenso que casi no podía ni seguir fumando, así que me dejé llevar y pasé el resto de ese día y los siguientes sin salir de mi habitación.
Cuando me venía algún momento de lucidez, muy pocos, solo pensaba en que lo único que deseaba en la vida era quedarme así y allí toda mi vida, pero me acordaba de que tenía tres hijos pequeños que estaban esperándome en Bilbao y me fumaba otro canuto para no tener que discurrir.
Al cabo de unos días me sentí algo más despejada y accedí a ir con el grupo a uno de los mercados flotantes, que según el guía era menos turístico que los demás y por lo tanto más interesante.
Creo que me gustó, pero lo único que se me quedó grabado de aquella excursión, es que cuando al volver a Bilbao mis hermanos pusieron las pelis del viaje, yo salía recostada en el hombro de mi padre, adormilada.

Los días iban pasando y llegó la hora de hacer la maleta.
Al darme cuenta de que tenía que pasar por varios aeropuertos con aquel paquete tan grande, me entró miedo y decidí tirarlo a la papelera.
No me sentía capaz de viajar con esa cosa.
No recuerdo bien el desarrollo de los acontecimientos, pero si sé, que cuando ya habían recogido mi cuarto, apareció mi hermano Jose, el pequeño, con quien compartía mis nuevas aficiones y hablamos del tema.
Le dije que lo había tirado y que ya se lo habían llevado.
Dijo que eso era un disparate y salió corriendo por el pasillo hasta que encontró el carro de la limpieza.
Hurgó en la basura y encontró el paquete.
Al final, yo decidí metérmelo en la vagina.
Es un método del que había oído hablar y aunque resulta incómodo, es bastante seguro.
Lo que había comprado en Hong Kong no me preocupaba.
Para empezar no sabía lo que era y además, ocupaba muy poco espacio.
A pesar de estar nerviosísima traté de aparentar tranquilidad y lo conseguí, ya que pasé todos los aeropuertos y llegué a casa sana y salva.

Lo único que puedo recordar es que en el clima de Bilbao que no tiene nada de tropical, el efecto de la mejor marihuana tailandesa era diferente, mucho más suave y por lo tanto menos interesante aunque cuando invitaba a mis amigos les pareciera gloria bendita.

sábado, 3 de octubre de 2015

Travesura en Hong Kong









A mi padre le encantaba tener a sus hijos cerca.
Para que pudiéramos estar todos juntos, se le ocurrió la idea de que hiciéramos una vuelta al mundo.
Yo había empezado a fumar hachis y me había entusiasmado.
Recuerdo que llamé por teléfono a mi prima Isabel que vivía en Madrid y mi primera frase fue:
¨Soy drogadicta”.
No estaba enganchada, pero tengo que reconocer que de todo lo que la vida me ofrecía, lo que más me gustaba era estar colocada.

En principio no me apetecía demasiado ese viaje en grupo, pero la idea de conocer Asia me estimulaba.
Además, sabiendo lo que significaba para mi padre, no se me hubiera ocurrido negarme.

Bilbao_Barcelona en coche cama y de allí a Amsterdam en avión.
El gran salto fue ir desde Amsterdam a Tokio parando unas horas en Alaska.
En el aeropuerto de Tokio sentí una impresión extraordinaria al encontrarme en un ascensor rodeada de japonesas.
Eran tan bajitas que les tenía que mirar desde arriba y eso hacía que me sintiera un poco incómoda.
Ellas me miraban desde abajo, sonriendo muchísimo, al tiempo que decían:
”Konnichiwa” ”Konnichiwa”.
Por lo que pude averiguar más tarde, creo que ellas también estaban impresionadas conmigo.
En los años setenta no se viajaba tanto como ahora y ver occidentales no era lo habitual para esa gente con una cultura tan endogámica
Los japoneses son extremadamente educados, pero sentían tanta curiosidad al ver una mujer extranjera sola, que en varias ocasiones se me acercaban para saludarme y entablar conversación.
Siempre que podía me salía del grupo para investigar por mi cuenta.
Es la manera más divertida de conocer un país, su gente y tener aventuras de las que yo estaba tan sedienta.
Para entonces, el matrimonio y la maternidad me habían defraudado y necesitaba encontrar algo que volviese a llenar el vacío existencial.

Sé que Japón es fascinante, pero estaba empeñada en comprar hachis o marihuana y en cuanto me enteré, a través de un chico que se ofreció a hacerme de guía, de que en Japón están terminantemente prohibidas las drogas, perdí el interés y lo único que hice, aparte de los planes típicos del grupo familiar, fue esperar a que llegara el momento de llegar a Hong Kong, ya que muchos de mis escritores favoritos habían cantado las glorias del opio, y mi calenturienta imaginación fantaseaba con esa adormidera que proporciona placer y un estado de beatitud.
También sabía que los fumaderos de opio de Hong Kong tenían fama y pensaba que serían tan accesibles como los bares en España.
Craso error.
Pronto comprobé que las cosas habían cambiado.
Al llegar a Hong Kong en seguida me di cuenta de que había una alegría ambiental de la que Japón carecía.
Me puse contenta.
Casi antes de deshacer la maleta cogí un taxi y como no sabía hablar cantonés, le dije al taxista lo primero que se me ocurrió:

Opium, please, opium.

Opium de Saint Laurent, era el nombre del perfume que usaba en aquella época.
Pues bien, tuve suerte porque acerté.
No es que me llevara a un fumadero elegante como yo me había imaginado, sino que me dejó en el puerto.
De repente me encontré en el puerto de Hong Kong que es uno de los más activos del mundo, en pleno mar de la China meridional.
Me pegué un susto monumental pero soy tan terca, que ni por un momento cejé en mi empeño. 
Al principio no sabía qué hacer ni a quien dirigirme.
Vislumbré, entre el caos ambiental, que allí mismo, debajo de una tejabana, estaban los fumadores de opio tendidos en colchones, con la pipa en la boca, mirando al infinito y con pinta de estar en el séptimo cielo.
Por lo menos, eso fue lo que yo quise creer.
Todos los colchones estaba ordenados.
Entre colchón y colchón, cada uno tenía una caja de las que se utilizan para meter la fruta en los mercados.
La usaban como mesilla y para guardar sus pertenencias.
Me quedé mirándoles con disimulo para no molestar, aunque era evidente que estaban demasiado concentrados en sus asuntos como para reparar en mi.
Al verme medio despistada, se me acercó un chavalín y le dije lo mismo que al taxista.
Hizo ademán de haberme entendido y me pidió dinero.
Le di algo, no demasiado por si acaso me timaba y en cinco minutos apareció con unos paquetitos  de papel muy monos con unos granitos blancos.
No tenía ni idea de lo que podía ser pero me fui al hotel corriendo.
Me hice un canuto tratando los granos blancos como si fuera hachis y al fumarlo me entró un picor tremendo y una sensación que sin ser desagradable, no era lo que yo andaba buscando.
Así que los guardé en la maleta y me olvidé del tema.

Hong Kong me gustó bastante, tiene cierto encanto.
En un mercadillo me llamó la atención que había varios puestos en los que vendían tinteros vacíos de tinta china.
No he sido capaz de descubrir la utilidad de esos objetos tan codiciado allí.


Al ver que mis intentos de poder fumar un simple canuto de hachis o marihuana no era fácil, me fui a la playa, esperando que llegara el momento de llegar a Tailandia donde estaba casi segura que mis expectativas no serían defraudadas.