sábado, 10 de octubre de 2015

En el jardín de arriba









Cuando vivía con mis padres pasábamos los veranos en Santurce.
Teníamos una casa y dos jardines.
Parece ser que al principio todo era uno, pero al hacer la carretera lo dividieron y quedó un jardín muy bonito enfrente de la casa, al que llamábamos “el jardín de abajo”.
Todavía existe, olvidado y descuidado.
Alguna vez he pasado por allí pero casi no quiero verlo, me recuerda a Bomarzo.
Se abría con una llave oxidada, muy grande, que rechinaba al meterla en la cerradura y solo íbamos de vez en cuando, siempre acompañados.
No les gustaba que estuviéramos solos en ese jardín.
Tenía otra salida en una glorieta con unas escaleras que daban a una puerta de hierro, a través de la cual alguno de mis hermanos se había escapado.

Hacíamos cabañas con las cañas que crecían cerca de la glorieta.
En uno de los lados como para proteger el jardín, una hilera de avellanos americanos hacían nuestras delicias.
Daban avellanas alargadas, que tienen un sabor especial.
En una zona sombría se encontraba un pozo misterioso al que casi no nos dejaban acercarnos porque podía resultar peligroso
Todo el jardín poseía un encanto especial, no solo porque estaba bien diseñado, sino que además las vistas eran espectaculares.
Se contemplaba el Abra en todo su esplendor.
Ahora que vivo en Getxo me duele ver la margen izquierda tan deteriorada, contaminada por la industria y una arquitectura descuidada.

No obstante, no son los paisajes el tema que me ocupa, sino lo que sucedió en el jardín de arriba que era donde solíamos pasar las tardes.
No recuerdo qué edad tendría pero no me cabe duda de que ya había hecho la primera comunión.
Fue algo terrible que me marcó y provocó en mi un temor que me perseguiría a lo largo de los años.
No es que fuera tan ingenua como para no saber que aquello no estaba bien del todo, puesto que me escondí para hacerlo, fue lo que sucedió después lo que me hizo sentirme tan desgraciada.

Había unos arbustos de laurel junto a la verja, muy tupidos y cuyo olor me complacía enormemente.
Jugando al escondite, Javiertxu, el hijo del jardinero me lo había enseñado y más tarde me pillaron jugando a médicos con él.
Se lo contaron a mi madre y puso el grito en el cielo.
Me amonestó y me dijo que tenía que confesarme.

Los domingos teníamos por costumbre ir a la misa mayor en San Juan de Dios que estaba cerca.
A pesar de que la misa era muy larga, no me importaba mucho, porque usaban tanto incienso que me mareaba un poco y me gustaba esa sensación.
Se pasaban la mitad de la misa esparciendo el incienso con un incensario tan grande que parecía un botafumeiro.
Aquel domingo fuimos antes de que empezara la misa que es cuando el padre abad confesaba.
Mi madre y yo nos sentamos cerca del confesionario y al llegar mi turno me hizo un gesto para hacerme saber que no tenía escapatoria.
Como un cordero degollado, humillada y avergonzada, me arrodillé y traté de explicarle al cura mi pecado, con la mala fortuna de que era sordo y me decía que hablara más alto porque no se enteraba de lo que yo le contaba.
Cuando conseguía oír algo de lo que le decía lo repetía en alto para confirmar que había entendido bien y vuelta a empezar. 
Fue horroroso.

La confesión se eternizó y ya no recuerdo más, excepto que a pesar de haber querido olvidar todos los capítulos del desagradable episodio, no lo he conseguido.

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