domingo, 27 de septiembre de 2015

Un intento a medias













Ya estaba separada y había nacido mi hijo el pequeño.
Vivíamos todos juntos y todo estaba más o menos en marcha, excepto que yo ya estaba enganchada a la heroína y por más que lo intentaba, no conseguía dejarla y me encontraba bastante mal.
El problema se había agravado y no me atrevía a decir nada y tenía que seguir ocupándome de la casa y de los niños, aunque me pareciera imposible.
Pues bien, cuando llegó la navidad mi todavía marido decidió llevarse a los niños a la casa de su madre que vivía en Bilbao, lo cual resultaba un alivio para mi, ya que para entonces me sentía desbordada.
Al contarle a mi madre que se iban los niños, se puso muy contenta pensando que descansaría y me dijo que podía dedicarme a ordenar los armarios.

Mi hermano Gabriel apareció en mi casa cuando se enteró de que me quedaba sola y de una manera amable y delicada, me sugirió que podía aprovechar esos días para ingresar en algún sitio y desintoxicarme.
No creo que fueran las palabras exactas que él usó porque no estaba acostumbrado a ese mundo, pero yo supe traducirlas y sin pensarlo dos veces acepté su propuesta, hice una maleta de mala manera y nos fuimos al psiquiátrico de Zamudio.
Me admitieron sin demasiadas preguntas.
Me dieron una especie de zumo que me quitó el síndrome de abstinencia al instante.
Allí me di cuenta de que no tenía fuerzas ni para vestirme, así que me quedé en bata todo el tiempo.
Mi cuarto era muy grande, no recuerdo cuántas camas tenía pero creo que más de cuatro.
Eran de hierro.
Solamente tenía una compañera.
Era una mujer bermeana, mayor que yo, que había intentado suicidarse tomando pastillas.
Estaba enganchada al coñac.
Su marido era marinero y ella cosía las redes.
Discutían mucho.
No era feliz.
Era encantadora, a pesar de que no nos encontrábamos demasiado bien, charlábamos mientras yo le hacía un retrato del natural, a lápiz de color sobre papel de estraza.
Todavía lo conservo. 
Me impresiona ver ese rostro que parece un mapa con manchas de carmín de Granza.
Por la noche, a mi compañera le ataban a la cama, porque le daban delirium tremens y se dedicaba a pasearse por el cuarto moviendo la cama con una fuerza brutal, mientras gritaba como una loca.
La primera noche me asusté, pero las demás no le hacía caso, intentaba seguir durmiendo.
Cuando terminaba de hacer su recorrido por el cuarto, se quedaba tranquila y se dormía.

El primer día, el doctor Azpiri que era el director, me llamó a su consulta y me tuvo mucho tiempo de pie, hablándome y cansándome.
Casi todo lo que me decía era desagradable.
Había oído hablar de mi y me tenía considerada como lo peor de lo peor.
Afirmó que cuando se escribiera la historia de las drogas en Bilbao, habría un capítulo dedicado a mi.
También me dijo que si él hubiera estado en el hospital cuando llegué, no me habrían admitido.
Creo que solo estuve con él esa vez, por lo menos es de la que me acuerdo.
La estancia en general no me gustó, se comía fatal.
Sin embargo, reconozco que el zumo que me daban eliminaba por completo el síndrome de abstinencia.
Durante el día, mi compañera se quedaba en la cama pero yo salía a pasear y a conocer gente.
No recuerdo que hubiera toxicómanos sino más bien colgados que llevaban tiempo y se encontraban a gusto allí.
Me hice amiga de un chico joven que me daba tabaco y decía que prefería estar en Zamudio que vivir en casa con su madre.
A mi solo me tuvieron una semana.
Cuando me soltaron me encontraba muy débil y no tenía ganas de nada.

Tardé muy poco en recaer.

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