lunes, 28 de septiembre de 2015

Todo se sabe











Llegó un momento en que empecé a tener miedo de la policía.
Se presentó en mi casa un amigo que solía pasar caballo y me contó que había estado en comisaría y le habían preguntado por mi.
Yo nunca había vendido y en estos tiempos en que ya Franco había muerto, las cosas no eran tan duras.
Se suponía que podías tener cantidades pequeñas para consumo propio.
Sin embargo me asusté.
Me daba miedo hablar desde mi teléfono y prefería quedar con la gente en sitios extraños.
Además, en esa época estaba intentando dejarlo y me arreglaba tomando codeína, que se compraba en cualquier farmacia sin receta.

Recuerdo un día que estaba en el bar Caracas tranquilamente, sin intención de hacer nada raro.
Cuando me marché le dije a Tasio, el dueño, que si Martín Riquelme preguntaba por mi, le dijera que me había ido a Deusto, él ya sabía a donde.
No había nada extraño en ese recado, sin embargo, cuando llegué a la estación del tren, en Las Arenas vi a un secreta, a quien antes había visto en el Caracas.
Justo aquel día no tenía nada que ocultar, pero esa sensación de sentirme perseguida me resultaba muy desagradable.

A veces, cuando escaseaba la heroína, no me quedaba más remedio que comprar a policías que vendían.
Eso si que es fuerte.
Había uno al que le gustaban mis dibujos y me los cambiaba por la droga que él incautaba.
Venía a mi casa, veía mis dibujos, era amable.
El reino de las chapuzas.

Entre los toxicómanos se sabía todo.
Ya he comentado en alguna ocasión, que la heroína concede una especie de superpoderes a quien la utiliza y uno de esos superpoderes, es saber todo lo que sucede en ese mundo.

La vida del yonqui es dura, no solo porque tiene que conseguir mucho dinero para poder abastecerse, sino también porque por mucho que evites meterte en grupos excesivamente marginales donde reina la ley del más duro, llegado un momento de apuro, no existen frenos.
Yo me movía en círculos bastante serios en los que los camellos eran personas que conocía y que difícilmente me iban a engañar, pero a veces las cosas se ponían difíciles y en esos casos la necesidad imperaba.
Recuerdo una tarde que no tuve paciencia para esperar a mi camello, que me dijo que llegaría hacia las siete de la tarde y me fui a Portugalete.
Compré una papelina a un desconocido.
Me fui a mi casa.
Me metí en el cuarto de baño.
Cuando me desperté era de noche.
Me asusté mucho.
Habían pasado varias horas.
Tuve la sensación de volver de la muerte.
Me pegué un susto morrocotudo, no sabía que hacer.
Lo único que se me ocurría era no volverme a meter caballo en los días de mi vida.
Me metí en la cama.
Tenía la mitad del cuerpo caliente como un horno y la otra mitad fría, fría, tiritando.
Estaba muy asustada. 
Me tranquilizaba pensando que se me pasaría.
¿A quien iba a contar lo que me había pasado?
Al día siguiente me enteré de que los de Portugalete me habían vendido pared.
Es un sistema que usan los quinquis con los desconocidos.
Consiste en rayar pared blanca.
Se consiguen unos polvos que a primera vista pueden parecer heroína muy pura.
Cuando alguien tiene mono y está nervioso y no le van a volver a ver porque no es de la zona, le venden eso.
No es mortal, solo se pasa un mal rato.
Ese tipo de chapuzas no son habituales, porque si alguien vende pared o corta el caballo, coge mala fama y se le acaba el negocio.
A mi una vez me vendieron caballo cortado con estricnina.
El camello era conocido y en condiciones normales era fiable, pero le engañaron a él y uno de los que le compramos, se murió.
Yo tuve suerte.
Siempre he tenido suerte.

Todavía hoy en día me pregunto cómo he sido capaz de llegar hasta aquí, con la cantidad de disparates que he cometido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario