miércoles, 30 de septiembre de 2015

RUIZ DE LA PRADA










Desde los trece años hasta los diez y seis, me tuvieron interna en Madrid, en un colegio que se llamaba Santa Isabel.
Eran monjas de la Asunción y una hermana de mi abuelo, que antes de ser monja se llamaba Leonor Moyua como mi madre, había sido superiora en otro colegio de la Asunción que también estaba en Madrid, pero en la calle Velázquez .
Le llamaban la madre Ana Rita.
A mi madre le hubiera gustado que estuviera en el mismo colegio que mi tía, pero las internas y las medio pensionistas estábamos en Santa Isabel.
Siempre me llevaban a colegios en donde hubiera tías monjas, porque así mis padres estaban contentos y a mi me tenían mimada.
En Santa Isabel algunas palabras se decían en francés, pero se pronunciaban de cualquier manera.
Una de ellas era el “refectuar” que significa refectorio.
En el “refectuar” teníamos sitios fijos y nos mezclaban con las mayores.
Cerca de mi se sentaba una chica que se llamaba Ana María Ruiz de la Prada, era mayor, pero se portaba muy bien conmigo.
No se hacía la importante como las demás mayores.
Yo era muy tímida y hasta que empecé a sentirme segura pasó bastante tiempo, porque no conocía a nadie y a veces se reían de mi acento bilbaino.
También a mi me chocaban los acentos de las demás, era la primera vez que salía de casa y no sabía que hubiera tantas maneras diferentes de hablar.
Ana María Ruiz de la Prada era sería, delgada, tenía caballete en la nariz y me gustaba su manera de mirarme e incluso de dirigirse a mi cuando me hablaba.
Guardé un buen recuerdo de ella, por eso me acordaba de su nombre completo.

Pasado el tiempo, siendo yo mayorcita me fui a California en un viaje de Bocaccio, con mi prima Isabel Maier y con Cala Ampuero que era mi íntima amiga.
Cala estaba muy relacionada con Barcelona porque su madre era catalana y conocía a bastante gente.
En San Francisco me presentó a un arquitecto que se llamaba Juan Manuel Ruiz de la Prada, hermano de aquella chica que tan amable había sido conmigo en el colegio.
Era un gran entendido en arte y cuando supo que yo estudiaba Bellas Artes, se interesó por mi y me invitó a cenar a un japonés.
Yo nunca había estado en un restaurante japonés, ni conocía ese tipo de comida pero él me guió y pude así apreciar algo tan diferente.
Parecía que empezábamos a congeniar, sin embargo cuando me dijo que los mejores pintores del mundo eran Antonio López en figurativo y Hans Hartung en plan abstracto, se me cayó el alma a los pies y decidí que no podía seguir hablando con él ni cinco minutos más.
En aquella época, yo estaba tan influenciada por el Quosque Tándem de Oteiza que supongo que me parecería un sacrilegio que me hablaran de otra cosa.

Hace algunos veranos mi hijo Jaime que es maestro de golf en Mallorca, me contó que solía dar clase a Ágata Ruiz de la Prada y que se lo pasaba muy bien con ella.
Enseguida la relacioné con los anteriores Ruiz de la Prada, dándome cuenta de que pertenecía a otra generación.
Efectivamente, he sabido que Ágata es hija de aquel arquitecto y de una prima de Cala.
Jaime me había contado que Ágata adoraba a Cala.
La pena es que Cala y yo dejamos de ser amigas cuando yo decidí seguir con las drogas y ella no quiso entrar en ese camino de autodestrucción.

Justo hoy he visto en mi ipad una entrevista que le hizo Risto Mejido a Ágata y me he divertido tanto, que me hubiera gustado pasarme toda la tarde escuchándola.

Al ser tan creativa en sus diseños y tener amistad con Cala, tal vez no debiera haberme sorprendido, pero reconozco que no estoy acostumbrada a encontrarme con personas tan valientes y con tanto sentido del humor.

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