lunes, 10 de agosto de 2015

Una experiencia notable








Todavía estaba casada cuando las cosas se pusieron feas para los que habíamos empezado a transgredir las normas establecidas.
Carlos Dívar, el famoso juez que hace unos años, siendo presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo tuvo que dimitir por el escándalo que supuso haber usado dinero público para pagar sus viajes personales, apareció en Bilbao con ganas de dar un escarmiento a esos niños de Neguri que intentaban desafiar a la sociedad convencional, dejándose el pelo largo y riéndose del establishment mientras fumaban hachís, escandalizando a los biempensantes.
En ese grupo de aprendices de malditos nos encontrábamos Cala y yo.
Cala casi no fumaba.
Por un lado no le divertía tanto como a mi y por otro lado sabía que tenía problemas con el riñón y no quería arriesgarse. 
Intentaba cuidarse.
Le gustaba la nueva manera de ocupar el tiempo.
A mi me gustaba todo.

Resumiendo:
Un domingo por la mañana vinieron a mi casa dos secretas y me llevaron a la comisaría.
Cuando me hicieron las fotos me encontré con varios de nuestros amigos.

Mientras Cala y yo dábamos una vuelta por Ereaga, alguien nos paró y nos dijo que iban a San Sebastián a por marihuana.
Yo ya tenía hachís pero le di dos mil pesetas.
Un capricho.
Cala no quería hierba pero le dio cuatro mil pesetas por si acaso encontraban cocaína.
Me extrañó pero no le pregunté para qué la quería.
Pues bien, al volver, antes de repartir la hierba, pararon el coche en la zona del Carmen para probarla.
Con la mala suerte de que allí cerca estaba aparcada una furgoneta con dos policías que protegían a un amenazado de ETA.
Al oír la música que salía de un coche lleno de humo se acercaron y encontraron a nuestros amigos en plena faena con un cuadernillo en el que estaban apuntados los nombres de cada uno, con la cantidad de dinero que habíamos entregado.
Dado que lo de Cala era un encargo especial no estaba registrado.
Resultaba inútil negar la evidencia aunque yo lo hice desde el principio, hasta que el comisario Daniel Romero me llevó a su despacho, me enseñó la hierba requisada y me dijo que mis amigos cantaban como jilgueros sin necesidad de apretarles las tuercas, lo cual era una solemne tontería porque les habían cogido con las manos en la masa, repartiendo la hierba siguiendo las indicaciones del cuaderno.
¿Qué podían negar?
En un momento dado, en medio de mi declaración, me quedé sola y aunque muerta de miedo, cogí un poco de hierba para hacerme un canuto a ver si me alegraba la existencia.
Mi hermano el pequeño vino a visitarme.
Me tranquilizó y me dio tabaco.
Nos queríamos y nos entendíamos.
Tres días después nos llevaron al juzgado.
Carlos Dívar me interrogó.
Le interesaba sobretodo saber lo que hacía Cala.
No le gustó que yo le dijera que Cala no fumaba.
Me insistía para que le dijera que Cala fumaba pero era inútil.
Era evidente que yo solo le interesaba como portavoz de Cala.
Me dijo.

¿Reconoces ser amiga íntima de Cala?

Yo le respondí:

Soy amiga íntima de Cala en el sentido amistoso del término.
¿Se refiere a eso?

Y él, haciéndose el respetuoso contestó:

Si claro, a eso me refiero.

Me llevaron a la cárcel de Basauri.
Los primeros tres días se consideran de periodo y te mantienen al margen de las otras presas.
El cuarto día el juez Dívar me dijo que si le decía que alguna vez en mi vida había visto a Cala Ampuero fumar hachís, me soltaba.
En caso contrario seguiría entre rejas.
En ese momento mis fuerzas flaquearon y aunque no me gusté a mi misma, le confesé que un día Cala lo probó y no le gustó.
El tio respiró.
Era lo único que deseaba saber.
Noté que se le quitaba un peso de encima.
Yo no lo entendía pero se notaba que él necesitaba saber por mi boca que Cala había fumado hachís.
Me devolvieron mis objetos personales y me encontré libre en medio de Basauri.

Llegué a mi casa en unas condiciones lamentables.
Carlos Dívar me puso en Peligrosidad Social teniendo que ir a firmar cada quince días.

Fue una experiencia muy dura pero también beneficiosa.
Hasta entonces yo pensaba que formaba parte de un todo que se componía de mi marido y mis hijos, pero aquellos días en la prisión de Basauri me hicieron sentir que era un individuo, que tenía vida propia y que mientras yo estaba pasándolo muy mal, la vida seguía para los demás.
¡Sálvese quien pueda! se convirtió en mi mantra.

Fue un trago amargo pero me doy por satisfecha porque lo que aprendí me ha servido para vivir sin engañarme el resto de mis días.
No voy a negar que lo pasé muy mal en la cárcel pero por lo menos me sentía independiente y dueña de mi mismidad, lo cual me daba fuerzas ya que en muchas circunstancias de mi vida había sido infiel conmigo misma y eso si que hace daño.
En la prisión no necesitaba aparentar nada.

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