jueves, 6 de agosto de 2015

Los peligros del chocolate






La primera vez que fumé un canuto estaba en Nueva York y casi no me enteré así que, años más tarde, cuando me preguntaron si se podía fumar en mi casa en donde habíamos recalado tras una cena muy divertida, dije que sí sin ni siquiera darme cuenta de lo que hacía.
Se trataba de un grupo bastante grande y heterogéneo y todos estábamos contentos.
El propietario del chocolate era un valenciano al que acabábamos de conocer.
Lo probé y me gustó.
Pensé:

Esto es lo mío.

Nunca había sentido algo parecido.
Alguna vez había probado el alcohol y no me había gustado nada.
Hasta tal punto me gustó el hachís que el experimentado valenciano lo notó y al marcharse me regaló lo que le había sobrado para que lo fumara en privado.
A partir de ese momento intentaba estar con gente que fumaba y pronto empecé a organizarme para no depender de nadie.
La cultura de la droga estaba verde todavía en Bilbao por lo que solía ir a Biarritz para abastecerme.
Todo resultaba nuevo, era la época de los hijos de las flores y poco a poco fui cambiando mi modo de vestir, mis gustos musicales, mis lecturas, mis amigos… en fin, entré en un mundo mágico que me proporcionaba seguridad en mi misma, me relajaba, aprendía cosas nuevas todos los días y la vida adquirió un color que desconocía.
Entré en un estado de conciencia en el que la percepción y el despertar de los sentidos eran más importantes que el pensamiento lógico, al que descarté por completo.
Mi sistema de prioridades se alteró, creando cierto malestar y desconcierto en el que a la sazón era mi marido.
Se le ocurrió hablar con mis padres sobre mi extraño comportamiento lo cual aumentó aún más la confusión.
Mi padre, que me adoraba, quiso poner remedio a esa situación de la mejor manera posible, por lo que al hacer las indagaciones pertinentes le aconsejaron que lo mejor era que me quitaran del medio durante una temporada, encerrándome en un psiquiátrico.
Queriendo lo mejor para mi, se enteró de que el mejor psiquiatra era Julián Ajuriaguerra que dirigía el hospital de Bel-Air en Ginebra.
Para que todo me resultara más fácil y agradable alquiló un avión privado en el que además de mis padres, vinieron algunos hermanos con sus respectivos cónyuges.
Yo me daba cuenta de que no tenía ninguna enfermedad como para ingresarme en un frenopático durante un mes, así que no hice la maleta.
Estaba segura de que cuando el señor Ajuriaguerra hablara conmigo me mandaría a mi casa.
Efectivamente, cuando el psiquiatra habló conmigo después de hablar con mis hermanos para que le contaran mis “rarezas de loca” y yo le conté lo bien que me encontraba fumando canutos, él me dijo que debía decir lo mismo que decía Henri Michaux:

Me dedico a experimentar con las drogas.

Y me mandó a Bilbao con la sugerencia de que hablara con su aventajado discípulo el psiquiatra José Guimón.

Así lo hice.
Con Guimón habíamos cenado en Nueva York cuando tanto él y su mujer como nosotros éramos unos matrimonios jóvenes. 
Solo necesitó una conversación para dar en la diana:

Lo que tu tienes es un problema matrimonial.

No hacía falta ser Jung para darse cuenta de eso.
Creo que lo sabíamos todos incluidos mis padres pero como ya he comentado en alguna ocasión, una separación matrimonial no se contemplaba en aquellos tiempos del cuplé.
Así que seguí haciendo de mi capa un sayo, experimentando con las drogas que tanto me gustaban y tan bien me sentaban, ajena a que tenía demasiados ojos puestos en mi y en mi poco usual comportamiento en una mujer casada.


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