sábado, 15 de agosto de 2015

Días difíciles








Llegó un momento en que la casa estaba llena de gente desde la mañana.
Por un lado resultaba agradable porque me distraía pero por otro lado notaba que necesitaba estar sola, tenía que procesar todo lo que me estaba pasando.
Carlos recibía a sus amigos en el comedor y yo a los míos en el salón.
Ni siquiera eso teníamos en común.
Él era mucho más sociable que yo, así que cuando le dije que no quería gente en casa se sorprendió pero lo comprendió y decidimos salir a comer fuera con los niños.
Fuimos al asador de la Curva, también conocido como Cantarranas.
Estaba en la carretera de Barrika.
Hace tiempo que lo cerraron.
Solo recuerdo que estábamos tan tranquilos comiendo debajo de un árbol y sin venir a cuento mi marido me dijo que yo había tenido la culpa de que se ahogara mi hijo.
Me levanté, me fui a la carretera, levanté la mano y se paró un coche.
Era una chica a la que conocía de vista y ella sabía quién era yo y lo que me había pasado.
Le conté lo sucedido y no le extrañó.
Me dijo que cuando su hermano se quedó paralítico a causa de un accidente de coche, su padre le había echado la culpa a su madre.
Parece ser que es habitual…
Me costó digerirlo.
¡Eran tantas cosas!
Demasiadas.
Fui a la misa de gloria de Barrika vestida de blanco.
La dijo Don Ángel en Euskara.
Alguien decidió hacer otra cosa en la iglesia de Las Mercedes, en Las Arenas.
Yo no fui.
Detesto los funerales.
En realidad detesto los actos sociales.
Creo que después de eso, solo fui al funeral de mi padre y ya no he vuelto a ninguno.
En el libro de metafísica que me regaló la doctora Verdugo se explica perfectamente lo que sucede cuando una persona muere y lo poco conveniente que es agasajar al difunto.
No solo no me gustan los actos sociales sino que tampoco me gustan los ritos.
La muerte de mi hijo Carlos me llenó de fuerza para respetarme y dejar de hacer concesiones.
Me había pasado la vida cediendo para contentar a mi madre y a mi marido pero ya no tenía ganas de seguir haciéndolo.
Empecé a tener suficiente claridad para discernir.
No me sentía obligada a complacer a nadie excepto a mi misma.
Aquellos días en los que venía tanta gente a nuestra casa, Cala siempre estaba sentada a mi lado y hacía que me sintiera protegida contra cualquier cosa que pudiera herirme.
Ella sabía como me sentía.
Pizca había alquilado una casa en Formentera y no tenía teléfono, quería estar desconectada.
De repente, en medio de la nada, tuvo la necesidad de hablar conmigo sin saber por qué y me llamó desde una cabina.
Cuando le conté lo que había pasado se quedó muda.
Ella también conocía los pormenores de mi situación matrimonial.
De hecho, meses antes habíamos estado en el Itxas Gane de Barrika y yo le había explicado cómo me sentía y ella había exclamado con absoluta seguridad:

No te queda más remedio que separarte.

Pero yo me negué en rotundo:

Eso es imposible

Ella ya se había separado y sabía lo duro que resulta pero a veces es la única solución.
Antes de salir de viaje en la furgoneta dejé una nota para que mientras estuviéramos fuera me pintaran la casa.
Había metido la pata y quería corregirlo.
Era una planta baja con poca luz y pensé que si la pintaba de azul marino sería más evidente la falta de luz y tendría más sentido la iluminación artificial durante el día.
Es típico de artista potenciar los defectos en lugar de esconderlos.
En aquel caso no resultó por lo que tuve que volver al blanco que es lo único que proporciona claridad.
Cuando volvimos de Marruecos mi madre me contó que alguien había comentado que yo estaba loca o algo parecido y ella, para demostrar lo contrario, enseñó la nota con la explicación que yo había dejado a los pintores en la que se demostraba que tenía la cabeza en su sitio. 

Poco antes de marcharnos a Marruecos, Cala se encontró con el juez Dívar en Tamarises.
Le pidió que me diera el pésame y que me dijera que me había sacado de Peligrosidad Social por lo que ya no tenía que ir al juzgado a firmar cada quince días.

Una cosa menos.

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