domingo, 16 de agosto de 2015

¡Cuántos acontecimientos!










He tenido suerte con los embarazos.
Me sentaban bien.
Y el que me tocó estando sola fue perfecto.
Mi vida se centraba en cuidarme, descansar y poco más.
Cala me regaló la decoración del cuarto donde tenía previsto instalar al niño.
Todos mis amigos estaban encantados.
Creo que al verme sola se adjudicaban un poco de paternidad.
Los pintores de San Sebastian decidieron el nombre.
Los Ameztoy me regalaron el capazo que había usado su hija Virginia y Vicente me hizo una cajita con una maravillosa metáfora de un cordón umbilical.
Rosa Valverde organizó una especie de altar y escribió una poesía que auguraba maravillas para mi niño.
Manolo Gandía me hacía mucha compañía, planchaba y almidonaba los faldones. 
El armario del bebé estaba tan ordenado y tan mono que mantenía las puertas abiertas y la luz encendida para contemplarlo como si fuera una obra de arte.
Cuando se iba acercando la fecha del nacimiento, Cala dijo que quería acompañarme y Fuensanta Delclaux que era enfermera, también se apuntó.
El ginecólo me dijo que fuera a la clínica el día 14 de abril pero la naturaleza quiso hacer su santa voluntad y tuve que ir el día 13.
El número 13 es una constante en mi vida y en este caso en particular era tan obvio que teniendo en cuenta que mi hijo Carlos se había ahogado el 13 de julio y mi nuevo bebé quiso nacer el 13 de abril, cuando habían pasado nueve meses exactos, es imposible no aceptar que la numerología
es pura matemática.
El parto resultó muy agradable en la compañía de mis amigas.
A mi madre no le hizo mucha gracia que no contara con ella pero yo me sentía más a gusto por mi cuenta.
El niño no lloró al nacer ni tampoco después, por lo que mi madre, preocupada, llamó al doctor Gangoiti que había sido nuestro médico.
Cuando vio al niño dijo que era normal que no llorase porque se encontraba bien.
Pura lógica.
Gracias a Toti vinieron mis hijos mayores y al ver a su hermano se quedaron entusiasmados.
Todo resultó bastante natural teniendo en cuenta que llevábamos muchos meses sin vernos.
En ese tiempo, un día Cala me había dicho que mis hijos iban a estar en Jolaseta no sé por qué motivo y fui a verles pero todo resultó muy raro, muy poco natural, así que no hice más intentos.
Preferí dejar que las cosas fluyeran.
Lo fundamental era que yo me encontrara tranquila y fuerte.
Y lo consegui.
El niño era precioso, sano e igualito a su padre.
Mi madre quiso rematar la jugada a su manera.
Dijo que ella se encargaba de mi vuelta a casa y así lo hizo:
Mandó a su chófer a recogernos.
La idea de ocuparme del niño sin estar pendiente de un marido al que no le gustaban los niños ni estar en casa, me resultaba encantador.
Además el niño era perfecto.
Hacía todo bien.
Al cabo de unos días, Viridiana, la hija de Cala nos contó que mi exmarido iba diciendo que el niño no era suyo.
Me entró la risa porque el parecido era tan evidente que el comentario resultaba ridículo, pero me temo que los rumores llegaron a oídos de mi madre porque de repente, sin venir a cuento, me llamó para que fuera a su casa con el niño.
Estaba merendando con sus amigas y querían conocerle.
Me presenté toda orgullosa con mi bebé en brazos y enseguida noté la trastada, porque aparte de que la llamada estaba fuera de lugar, no tuvo reparos en decir:

¿No encontráis que es igualito a su padre?

Ahí es cuando me di cuenta del propósito de mi visita.
Enfín…
Todo me daba igual excepto mi bebito al que adoraba.
Justo un mes más tarde, el día 13 de mayo, estando en la cama con la cuna a mi derecha, apareció mi sobrino y me pidió las llaves del coche para sacarlo del garaje porque se estaba inundando.
Se las dí y abrí la ventana.
Vi que llovía muchísimo y que el parking que había delante de la casa estaba lleno de agua.
Mi hermano Gabriel, que vivía en el segundo piso me dijo que cogiera al niño y que fuera a su casa.
Alguien me preguntó qué necesitaba sacar de mi casa.
Me quedé en blanco sin saber cómo reaccionar.
En realidad lo único que de verdad me importaba era el niño.
Dije que la cuna del niño.
Mientras esperaba a que subieran la cuna vi a mi vecina llorando y sacando sus abrigos de piel.
Yo no lloraba.
No hacía nada.
Estaba petrificada.
No me podía creer lo que estaba pasando.
Me estaba quedando sin casa.
Por un lado me daban ganas de reírme por tantas desdichas pero lo de quedarme sin refugio me parecía espantoso.
Mi hermano y su esposa tenían muchos hijos y una casa pequeña, sin embargo me acogieron y me dejaron un cuarto para que nos instaláramos.
Mi exmarido que seguía en casa de su madre con mis hijos mayores, me invitó.
La casa era grande, pero me pareció mejor quedarme donde estaba.
Se fueron la luz y el teléfono.
Mi hermano iba en bote a buscar víveres.
Desde la ventana yo veía mi casa inundada y mis dibujos flotando sobre las aguas que subían y subían.
Me sentía impotente.
El tiempo se había parado y la lluvia seguía impenitente.
En la casa de mi hermano la vida continuaba con orden.
A pesar de estar incomunicados recuerdo que había comida y no carecíamos de lo esencial.
Todavía hoy en día me pregunto a donde iría mi hermano remando en un bote y volviera con todo lo necesario.
Poco a poco las aguas volvieron a su cauce y aunque mi casa era un horror húmedo y maloliente recuperé mi rutina.
Una rutina diferente porque mi hija Beatriz que ya había empezado a venir a visitarnos con motivo de la inundación, no quiso volver a Bilbao y se quedó a vivir con nosotros de la manera más natural.
Pocos días después mi hijo Jaime se escapó del colegio y me llamó para que fuera a buscarle.
Le traje a casa y se quedó.

Todo se iba poniendo en orden.

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