martes, 2 de junio de 2015

Radiestesia





Cuando yo era pequeña veraneábamos en Santurce.
Teníamos una casa con un gran jardín y la vida era muy diferente de la que se hacía en Bilbao   que es donde vivíamos en invierno.
Una de las cosas que mas me sorprendía era el problema con el suministro del agua.
No sucedía siempre, pero había semanas enteras en las que durante bastantes horas del día nos quedábamos sin agua.
En esas temporadas, pasaba por las casas un camión con una cisterna repleta de agua, al que llamaban aljibe.
Cuando llegaba el aljibe todos nos poníamos muy contentos.
De alguna manera que no recuerdo bien, llenaban las bañeras con el agua del aljibe y nos quedábamos tranquilos hasta el día siguiente.
Tengo una vaga idea de que no solíamos usar el agua de las bañeras, porque antes de que fuera necesario ya salía el agua del grifo.
Sin embargo a mi madre le preocupaba mucho ese problema, así que un verano en el que la escasez de agua se hizo intolerable, hicieron venir a un zahorí.
Estaba considerado como una especie de mago, capaz de adivinar si había agua debajo de la tierra del jardín.
Todo el mundo estaba muy excitado.
El hecho de que viniera un zahorí era un gran acontecimiento.
Cuando hablo de que todos estábamos emocionados con la venida del zahorí, me refiero a todos los que veraneábamos en esa zona, es decir, mis abuelos, mis tías, mis hermanos, los jardineros…
Pero solo a mi madre se le había ocurrido contratar a un zahorí.
Desde que avisaron al zahorí hasta el día que vino, no se hablaba de otra cosa.
A mi me impresionaba la idea de que una persona pudiera adivinar donde había agua con un par de alambres que se abrían y se cerraban según el magnetismo de la tierra.
Cuando llegó el zahorí, nos prohibieron acercarnos a él, pero yo le vi paseándose por el jardín muy concentrado y dándose mucha importancia, como si solo él fuera capaz de solucionar el gran problema.
Tenía que estar solo; nadie debía molestarle.
Estuvo bastante tiempo dando vueltas y me cansé de estar pendiente del dichoso zahorí.
Se supone que para ser zahorí hay que tener una sensibilidad especial, ya que se deben sentir las vibraciones que emanan de la tierra y pasan por el cuerpo, hasta hacer que las varillas de metal se muevan.
Es muy sutil.
No es medible.
A veces aciertan y otras veces, no.
Abundan los impostores.
Pronto me cansé del tema ya que yo esperaba que brotara agua de la nada, lo cual no solo no sucedió aquel día, sino que nunca mas se volvió a oír hablar del zahorí.

Hace unos años cambié de casa y alguien me recomendó un radiestesista que vivía en Sopelana para que la analizara.
Apareció con las dos varillas y empezó a dar vueltas por todas las habitaciones.
Cuando se acercaba a ciertas lugares, las varillas se movían.
Me aconsejó hacer algunos cambios en la posición de las camas: 
Las cabeceras deben estar enfocadas hacia el norte.
Era importante que la televisión estuviera directamente sobre la pared, de manera que la parte trasera no emita vibraciones.
Todo lo que decía tenía sentido, así que le hice caso y la casa mejoró.
Compré un carillón de viento para separar los espacios de mi estudio y creo que es de gran ayuda. 
Lo encontré en Londres, en una tienda especializada y lo escogí de madera porque el sonido que emite cuando se mueve, es parecido al de la txalaparta.
Me dio algunos consejos muy útiles que tengo presentes cuando elijo un lugar para sentarme en cualquier circunstancia así como la situación respecto a puertas y ventanas.
He conocido gente que ha profundizado tanto en la radiestesia que utiliza un péndulo hasta para medir la cantidad de grasa que contiene la comida.
También me han contado historias de personas que utilizan el péndulo para hacer el mal.
No sé si lo consiguen.
No me gustan esas cosas.
No me gustan nada.
Me producen cierto malestar.
Y hacen que me sienta amenazada.
Umberto Eco decía en “El nombre de la rosa”:

“La superstición trae mala suerte”

No quiero “medio saber” lo que me depara la vida, prefiero vivirla.
Antes me atraían un poco ese tipo de cosas pero hoy en día prefiero no saber nada por si acaso.
No me interesa crearme incertidumbre.
Prefiero vivir mi vida cuando viene, momento a momento.
Hace años, paseando por el centro de Delhi se me acercó un hindú muy gordo que me dijo que era yogui y al verme había sentido que tenía que hablar conmigo.
Me dejé embaucar.
Enseguida sacó dos banquetas y montó un tenderete en medio de la calle.
Le seguí la corriente.
Me propuso que escribiera en un papel el nombre de una persona que yo conociera y que lo guardara en mi bolsillo.
Cuando lo hice, sacó su libreta, apuntó algo y me lo enseñó.
Mi estupor fue inmenso cuando vi escrito el nombre de mi madre:

Leonor Moyua

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