miércoles, 8 de abril de 2015

Cenando con Pavarotti








A mi prima Isabel le encanta la ópera.
A mi no me gusta nada pero cuando viajábamos juntas, las dos cedíamos para poder hacer los mismos planes.
La mayoría de las veces coincidíamos.
Creo que ella no tenía que hacer mucho esfuerzo para ir conmigo a los museos porque aunque no tenga especial predilección por la pintura contemporánea, es muy culta y todo le interesa.
Peor era para mi acompañarle a la ópera pero lo hacía gustosa por estar con ella.
En aquella época nos movíamos bastante con una organización en la que casi siempre encontrábamos gente que conocíamos.
Llegábamos a las ciudades y lo primero que hacíamos era comprar la guía del ocio.
Ella se encargaba de mirar las óperas y yo las exposiciones.
En San Francisco, cuando Isabel se enteró de que Luciano Pavarotti estaba actuando, se puso muy contenta y decidió pedirle dos entradas.
Le conocía y tenía suficiente confianza para hacerlo.
Isabel desconocía el significado de la palabra pereza.
A mi me entusiasma cómo canta Pavarotti pero la idea de estar sentada en una butaca tres horas en completo silencio, no me atraía.
Estaba bastante tranquila porque pensé que no conseguiría hablar con el cantante y me ahorraría tener que asistir al evento, pero me equivoqué.
No solo obtuvo las entradas sino que me comunicó entusiasmada que estábamos invitadas a cenar con él.
Nos citó a las ocho en un hotel magnífico.
Luciano vivía en una especie de apartamento grande dentro de un hotel decorado en plan inglés, muy elegante.
Nos hizo un gran recibimiento.
Cuando llegamos estaba hablando con una periodista americana de la que pronto se desembarazó.
Se notaba que le hacía ilusión encontrarse con Isabel.
Conmigo estuvo muy cálido y simpático.
Isabel y Luciano hablaban y hablaban.
Yo casi no podía intervenir porque mi italiano es imperceptible.
Además, tenía hambre y estaba deseando salir a cenar pero Luciano estaba tan contento que se iba animando por momentos y dijo que resultaría mas agradable quedarnos en el hotel y que él prepararía la cena, ya que como buen italiano era un gran cocinero.
Desde que entró en la cocina hasta que nos sentamos en el comedor, no recuerdo nada.
De lo que me acuerdo perfectamente es del susto que me pegué cuando apareció Luciano con una gran fuente repleta de conejo con champiñones, de la que se sentía muy orgulloso.
No estoy familiarizada con ese tipo de comida por lo que, haciendo de tripas corazón, engullí lo imprescindible, deseando que terminara el festín.
Luciano estaba pletórico.
A pesar de que el conejo no me seduce, el chianti me ayudó a desinhibirme y pronto fui capaz de hablar italiano y poder así incorporarme a la conversación que mantenían Isabel y Luciano.
Terminada la cena, Luciano quiso que tomáramos una copa en el salón.
Se llevó una gran desilusión cuando dijimos que queríamos retirarnos.
Habíamos volado y necesitábamos descansar.
Insistió en que nos quedáramos a dormir con él.
Por nada del mundo quería que nos fuéramos.
Se puso muy persistente.
Lo hacía de una manera simpática pero reconozco que cuando conseguí encontrarme en el ascensor del hotel, respiré.

Resonaban en mis oídos sus últimas palabras: Posso con tutti e due! Poso con tutti e due!

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