martes, 14 de abril de 2015

Asuntos “de culto”






Cuando algo se considera “de culto” se despierta mi interés.
Se aviva en mi un profundo sentimiento de solemne respeto, mezclado con curiosidad y urgencia de examinarlo para saber en qué consiste.
Me pasa siempre y con todo, incluso con cosas que no sé hasta que punto merecen ser consideradas así.
Quizás la vez que mas me sorprendió que algo fuera “de culto” sucedió con la hamburguesería In N Out.
Lo pronunció mi hijo pequeño cuando vivíamos en Los Ángeles.
Me quedé muda, extasiada ante la idea de que unas hamburguesas pudieran ser “de culto”.
Reconozco que tengo cierta debilidad por este hijo mío y que todo lo que dice me interesa de una manera especial.
Quise indagar un poco mas sobre este asunto que me había desconcertado y discretamente le pregunté qué tenía de singular ese local para ser tratado con tanta deferencia.
A lo que tranquilamente respondió sin inmutarse:
Las patatas fritas son naturales, las pelan a mano antes de freírlas.

¡Ah! pensé.
¡Cuánto tengo que aprender!

Produce mas efecto en mi saber que algo es “de culto” que cualquier otra referencia.
Si algo es muy bueno, magistral, imprescindible, genial, magnífico, soberbio, extraordinario, incluso perfecto, lo puedo posponer, pero si es “de culto”, la necesidad de comprobarlo por mi misma se hace perentoria.

Respecto a música, libros y cine no me suele extrañar que sean “de culto”, pero nunca se me había pasado por la cabeza que en el terreno de las hamburgueserías también existiera auténtica veneración.
Vivir en Los Ángeles no solo me enseñó a aceptar con naturalidad simples hechos que para una estrecha mentalidad europea pueden resultar insólitos, sino que al cabo de unos meses los acepté como si siempre hubieran sido normales para mi.
Me pasó con el propietario de la primera casita que alquilé, cuando me dijo que era el director del museo del surf.
Acostumbrada como estaba a que los museos en Europa fueran Instituciones relacionadas con la ciencia y el arte, me trastocó que algo tan moderno a mi entender, tuviera ya su museo.
Y no era un museo cualquiera, sino que estaba considerado como el mejor museo de California en su modalidad.
Pasado cierto tiempo comprobé que en mayor o menor medida, todos los extranjeros que vivíamos en Los Ángeles nos habíamos integrado de tal manera, que nada ni nadie nos llamaba la atención.
Daba igual si procedíamos de India, Japón, Alemania o Nicaragua.
Todos nos comportábamos como auténticos angelinos..

Me hice amiga de una japonesa, Fumio Yoshida, que había estudiado violín en su país pero al darse cuenta de que nunca triunfaría, avergonzada por tener que cambiar de carrera, se fue a Estados Unidos para estudiar Psicología.
Me contó que tanto se había emocionado con el modus vivendi americano, donde todo consiste en proporcionar placer instantáneo, que llegó a sentirse culpable al comprobar que había dejado de admirar a Mishima.
Tras una profunda reflexión, llegó a la conclusión de que para disfrutar de la civilización japonesa, es necesario poseer una sólida educación, mientras que para deleitarse con la cultura americana, lo único que hace falta es dejarse llevar.

Así se tranquilizó y siguió comiendo hamburguesas en Mac Donald’s y escuchando a los Ramones, sabiendo que cuando volviera a Tokio, seguiría siendo capaz de apreciar los libros de Tanizaki y las películas de Takeshi Kitano.

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